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LA CLASE

Tema del mes

José de Jesús González Almaguer


El Gran Confinamiento

Arriesgo mi vida al salir, pero no quiero evitarlo. He visto el fantasma de un amor y he de perseguirlo. La vida suspendida, mientras el contagio nos amenaza y yo acecho una sombra que amo, una silueta que mis manos imaginan, un cuerpo que siempre fue un fugitivo de mi deseo. Me adueño de las calles, soy el emperador de un reino abandonado. Alguien escucha una canción: “si pudiera volver el tiempo atrás… el orgullo es como un cuchillo”. Navego mi ciudad como marino aventurero, el aire golpea mi cara, y lanzo una mirada al horizonte. El miedo no alcanzó lugar entre mi tripulación.


Sé muy bien que lo que te diré no le caerá bien a la gente, pero no me importa, es lo que pienso y así actúo, no soy de los que lloran o se acobardan. Yo no puedo tomar el riesgo de un contagio. Mi abuelo fundó la empresa junto con mi padre, quien era un joven de 17 años. Tenemos 200 empleados y no he dejado de pagar a ninguno. Sueldo completo, ¿eh? … nada de limosnas. Cambié los turnos de trabajo, no son de doce horas, ahora son 24 por 48. Trabajan 24 horas y descansan dos días. Por supuesto, les damos descanso y alimentos. No podemos parar, somos una industria esencial dice el gobierno. Solo los administrativos y de finanzas hacen trabajo desde su casa. Yo soy el líder de esta empresa y así me ven los trabajadores. Nada de flaquezas, ni temores, estoy en mi oficina muchas horas, traigo comida desde mi casa, uso guantes, cubrebocas, careta transparente o transparenta, como dicen ahora, tengo gel en la oficina y en mi coche al subirme para manejar. No puedo hacer el trabajo de mi personal, son ellas y ellos quienes están en la primera línea de acción y corren más riesgos que yo. Pero me tocó ser general en esta batalla y no caballería, ni tropa. Tomo mi responsabilidad, no me escondo detrás de mi escritorio yo no bajo los brazos, no me rindo, no me quiebro. Cuando quieras, puedes venir a buscarme y aquí me encontrarás… y cuando todo esto haya pasado, también aquí voy a estar. Ya veremos cómo termina el año, pero sí te puedo adelantar que pienso darle un bono a todos los que han trabajado conmigo, se lo merecen, se “rifan” la vida a diario, no por mí, ni por la empresa, por su familia.


Ella lee una novela y me dice que el personaje cuenta que en las calles escucha una canción llamada “Roberta” y quien la canta es Peppino di Capri, “Roberta, ascoltami” … nunca la escuché antes, así que la busco y me acompaña durante este confinamiento. Ahora he salido a realizar compras para comer en casa y mientras camino por una calle vacía, llena de árboles viejos y enormes, volteó hacia atrás de mí: por un momento escuché: “Robertaaaaaaaa, perdonami…”. Una epidemia que no había imaginado y una canción que nunca había oído.


No sabemos de qué murió. Su familia no pudo recibir abrazos, no pudo realizar el velorio. El dolor es el mismo: ya no está la persona querida. Pero, la soledad hace más grande la tristeza. Estamos esperando que pase toda restricción: queremos abrazar a sus deudos, de verdad, lo necesitamos.


Me tienen harta los vecinos. Cada fin de semana se cuela a mi casa un olor a carne asada que viene de su jardín. Lo que pasa es que el jardín de ellos se junta con el patio trasero de mi casa. Tal vez no lo mate el coronavirus, pero se van a morir de tanto ácido úrico o de gota con esa combinación de cervezas y bistecs. Ya los veré cojeando y haciendo caras de dolor… lo bueno es que ya no habrá ese olor que se mete a mi recámara.


Si Javier Solís viviera, cantaría “las epidemias no matan, pero si tu maldito querer”. Raphael podría entonar esa de “hay virus que no hacen ruido, Llorona y en más grande su pesar”. También podríamos escuchar “if you go to San Francisco, be sure to wear some mask on your face”. Como dice Pepe Jara “de algún modo, seguiré mi viaje”. Serrat nos debe una versión de “si la pandemia, pisa mi huerto” ¿quién llevará las flores para mi funeral?… cuando no son posibles los funerales que conocimos. Shirley Bassey me dice al oído “yesterday when I was young” el sabor de la vida era suave como la lluvia en mi lengua… entonces no había epidemias. ¿Cómo no recordar “Uno”, ese viejo tango: “Uno, busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias…”; esta ansiedad por salir, la ilusión de que todo saldrá bien y uno en casa, con la familia? Me acompañan algunas imágenes de Fito Páez: “Todas las mañanas que viví, todas las calles donde me escondí, el encantamiento de un amor, el sacrificio de mis padres, los zapatos de charol” y el balón desgastado a puntapiés, una naranja que pelé con mis uñas, lavar el primer coche que tuve, el traje de la primera comunión y el de la primera entrevista de trabajo, el poster sobre la cabecera de la cama, todo antes de que el mundo cambiara por este contagio… Tal vez, tenga razón Jaime López, al final, cuando la tormenta pase, encontraremos “Nuevo loco, nuevo diván, nuevos perros alrededor, nuevas garras vas a sacar, nuevas pulgas en el colchón, pero la misma vieja canción, la misma vieja canción…”


Salgo para hacer la compra a mi abuela. Conduzco por las calles y me trato de convencer de que debo hacerlo con cuidado, disminuir la velocidad, si la ciudad está vacía llegaré muy pronto a mi destino. Pero… los demás autos me rebasan, otro desespera porque piensa que obstruyo la calle al manejar con lentitud; uno más, en la esquina, amenaza con cruzar sin importarle que su semáforo está en rojo y que yo avanzo con el verde. No puedo evitarlo: acelero, cambio de carril, tomo los viejos atajos, me adelanto a las reacciones de otros conductores. Es un instinto, me desplazo como un depredador, me agazapo como felino y anticipo qué acción tomaré antes de que los otros, que manejan sus autos con normalidad, me vean en sus espejos retrovisores. Soy un animal citadino, nocturno, siempre en movimiento, libre en mi ambiente, no pienso, no reflexiono, soy guiado por mis reflejos… el encierro en casa, por la epidemia, no podrá matar mi instinto animal, agresivo y enloquecedor.


El viernes llegó como si fuera lunes y la semana parecía ser la octava, aunque el calendario no se mueve. Esta vida me parece aburrida, pero descubrí que la cotidianidad en que me movía es banal. Cuando desapareció la rutina de mi día a día, todo fue un sinsentido: el trabajo, la escuela, las compras, los viajes, el gimnasio… Ahora, sin la agenda que me impuse por vivir en sociedad, trato de descubrir cómo puedo dar sentido a mi vida.


Ya no creo lo que ven mis ojos: un hombre que parece japonés que parece esperar a alguien se lleva la mano a la frente para protegerse del sol inclemente, en un gesto que parece militar. Él parece ser fuerte, recio, de los que hacen ejercicio toda su vida, de los que parecen nunca enfermarse… de pronto, sufre un ataque de tos y parece vulnerable, envejecido, agotado, solitario… parece necesitar un abrazo.

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