Sala de Maestros


Adrián Casillas


Los que volvieron, pero no del todo: los “pachucos” del México de hoy

El mexicano se encierra, se preserva. Construye un muro entre la realidad y su persona, donde la dureza y hostilidad del ambiente le vuelven un ser cerrado, hermético. Siempre en constante defensa de cualquiera que se atreva a incursionar en su intimidad; no vaya a ser que lo dejen desnudo, vulnerable. El carácter desconfiado muta a un mecanismo automático, donde ante la simpatía, preferimos la reserva. Y ante los impactos del mundo exterior, lo más importante es mostrar la invulnerabilidad, y de no ser por el alcohol o una fiesta, más vale nunca dejarlos a flote.

Pero ¿qué pasa cuando ser mexicano es un verdadero problema de vida o muerte? Este es el caso de los pachucos, que consisten en bandas de jóvenes (en su mayoría mexicanos) en las ciudades del sur de EEUU. Tuvo sus orígenes en la década de los 50’s y constituyó un movimiento sociocultural importante en la historia de los latinos en el extranjero. Jóvenes que por equis o ye circunstancia tuvieron que emigrar a un país vecino con muchas contrariedades y dinámicas sociales muy distintas, donde ante lo desconocido, son recibidos de manera hostil y desconfiada.

El pachuco se avergüenza de sus orígenes como mexicano, pero al mismo tiempo repele la idea de entrar a la vida norteamericana (aparentemente). Esto le lleva a distinguirse de los demás dando a conocer su decisión de lograr ser al no ser como los que le rodean. Su vestimenta, su conducta y su lenguaje son un grito desesperado por aislarse y al mismo tiempo, ser reconocidos.

Su vestimenta, exagerada y a veces ridícula, se expresa como agresión y contrarréplica ante el modo de vida que se le presenta. Niegan los “principios mismos en que su modelo se inspira”, logrando una contradicción: si por un lado se rebelan contra el orden establecido, por otro lado homenajean al país que los alberga.

Su actitud se muestra con un hermetismo distinto al del mexicano en México: un “clown impasible y siniestro, que no intenta hacer reír y que procura aterrorizar”. Se autohumilla constantemente, a sabiendas de que su actitud es molesta y mal vista, busca la provocación y la persecución. Obteniendo así, una relación más viva y estrecha con la sociedad a la que provoca.

Víctima constante de las formas que le mutilan y oprimen, encarna ante los demás el desorden, lo prohibido, lo escandaloso. Al ser perseguido encuentra su autenticidad. Como víctima, busca su boleto para entrar a la sociedad que “desprecia”, donde podrá encontrar una especie de redención y convertirse ante sus semejantes como un “héroe maldito”. Se vuelve importante, admirado, reconocido.

Durante “semana santa”, como católico, suelo asistir a misiones de evangelización a pueblos que muchas veces no se dan abasto para recibir misa, sacramentos, catequesis, entre muchas otras carencias de otra índole. El pueblo al que me refiero es Santiago de Tlaxco, en el Municipio de Chiconcuautla, Puebla.

Aunque es evidente que los pachucos no son lo mismo que en 1950, sí vi un fenómeno muy parecido, que encaja en muchos aspectos. De los tres años que asistí a ese pueblo, vi un aumento considerable de la delincuencia y la peligrosidad a cargo de ciertas bandas de jóvenes y adultos. Los “treces”, los “quinces”, los “dieciochos”. Por lo que logré percibir, estos eran grupos creados por adultos que regresaban de EEUU, con vestimentas, usos y costumbres que claramente chocan bruscamente con su lugar de origen. Playeras tremendamente holgadas, al igual que sus bermudas de mezclilla, en su mayoría rapados, con cadenas colgando.

Aunque si bien los que regresan “del otro lado” traen estas nuevas costumbres, son los jóvenes los que más son atraídos a estos grupos, ya sea por gusto o porque no les queda de otra. Uno de los niños que conocimos, nos relató cómo, después de estar estudiando dentro de su escuela, fue amenazado de ser golpeado por una banda, porque su hermano mayor era miembro de la contraria. Cada vez veíamos a más niños desde los doce, “echar caguama” o mona.

Al igual que los pachucos, esos adultos vieron en su pueblo un futuro incierto, dejando todo para irse a un país del que también fueron rechazados, y vuelven como huérfanos a su madre, que ahora desconocen. Sin embargo vuelven como el “héroe maldito” que menciona Paz, al menos a la vista de los jóvenes. Cada vez más proliferan las drogas, el alcoholismo y las riñas. Cada vez el pueblo se vuelve cautivo de estas bandas. Las noches se vuelven cada vez más peligrosas, los ancianos son golpeados, menospreciados. Las mujeres corren riesgo de ser violentadas, bajo el efecto de los jóvenes en drogas.

Los niños son cada vez menos niños, forzados a usar esas máscaras detrás de los estupefacientes que les haga olvidar su realidad. El constante rechazo de los demás les hacen encontrar una identidad y además un hambre voraz por someter y dominar. ¡Ay! de aquel “trece” que se cruce con un “quince” o un “dieciocho”. La sociedad se divide cada vez más, la tensión aumenta, hasta que estalla. Como los pachucos, esas irrupciones inesperadas, que rompen ese equilibrio difícil, “hecho de la imposición de las formas que nos oprimen o mutilan” terminan por romper en peleas. “Se dieron de pedradas los “treces” con los “dieciochos””, justo fuera de donde una familia nos recibía para cenar. Y al siguiente día, lo mismo. Ocultos tras la cruda de la noche anterior, esperaban a que diera la noche para buscar pleito. En constante persecución, buscando que eso los redima y rompa con su soledad. La búsqueda por ser aceptados en esa sociedad que lo rechazaba, se muestra en la aprobación ciega y temerosa de los niños, que no ven un futuro seguro o cierto, más que en el rap callejero, la mona, la cerveza o el “churro de mota”. Como el pachuco que “no afirma nada, no defiende nada, excepto su exasperada voluntad de no ser”. “Llaga que se muestra, herida que se exhibe”. Aislados y a la vez desesperados por ser notados, tomados en cuenta. El extremo al que puede llegar el hermetismo y heridas sin atender de los mexicanos se refleja en la poca capacidad de “reconciliarnos con el fluir de la vida”.

Referencias
● Octavio Paz. (1950). El laberinto de la soledad. México: Fondo de Cultura Económica.

Adrián Casillas

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