Betty Tuxpan
El anhelo de vivir termina con la muerte, pero ¿qué es la muerte?, ¿cómo se manifiesta?, ¿cómo afecta al hombre la muerte del prójimo?, ¿por qué no se puede concebir la propia muerte?, ¿de qué se huye cuando se está inmerso en los quehaceres de la vida diaria?, ¿acaso la muerte devuelve, con todo y sombras, al hombre hacia el vacío, a la nada o en verdad el cuerpo deja de ser la jaula del alma para que ella vuele desnuda?, ¿quiénes son los verdaderos prójimos ante el lecho de muerte?
Estas son algunas de las preguntas básicas que se hace todo ser humano, en algún momento de su vida, cuando se da cuenta que está solo e inmerso en el mundo, cuando la desesperación y la angustia se hacen presentes, cuando se mira frente al cadáver de un desconocido, cuando el silencio empieza a incomodar o cuando las paredes tiemblan por la pronta ausencia del Otro.
En este sentido, ¿cómo puede apoyar y acompañar la tanatología ante una situación límite como la muerte de un ser querido?, ¿cómo se pueden preparar los tanatólogos con herramientas filosóficas para acompañar a un individuo en alguna pérdida?, ¿cómo se puede preparar psicológica y emocionalmente a una persona previa a la muerte?
Por tales motivos, creo es importante tratar la tanatología, a partir de una perspectiva filosófica, porque la filosofía es quien puede dar las bases fundamentales para la comprensión sobre la muerte.
Con base en lo anterior, el objetivo principal de este trabajo es fundamentar ontológicamente la muerte, explicar brevemente el concepto de muerte a partir del existencialismo, y mostrar el uso filosófico en la intervención tanatológica, partiendo de un método analítico-sintético, tomando las propuestas de Heidegger, Levinas, Jaspers y Ricoeur.
De esta manera, en el primer capítulo se expone el concepto de muerte y el sentido de la vida frente a la muerte; en el segundo capítulo se muestran las características de la muerte: biológica, psicológica, social y filosófica, se da una fundamentación ontológica de la muerte y su relación con el hombre; por último, en el tercer capítulo se explica el uso de los conceptos filosóficos en la intervención tanatológica, tanto para el que está muriendo como para los sobrevivientes.
Fundamentar la muerte desde una ontología de la existencia para darle solidez filosófica a la teoría y práctica tanatológica.
Para hablar de la muerte, se debe tener claro y preciso el concepto desde el ámbito que compete, en este caso, la tanatología, por ello es importante contar con las herramientas que solidifiquen el pensamiento justificándolo con una perspectiva filosófica, de esta manera, cualquier persona que se quiera adentrar al estudio de la tanatología, sobre todo, filósofos, psicólogos, sociólogos y el cuerpo médico, podrá entender ontológicamente el concepto de muerte, de tal forma existirá un marco referencial de pensamiento para no caer en ambigüedades y contar con un modo de significación análogo, porque la tanatología ciertamente es una labor multidisciplinaria, no por ello, ilimitada.
En el mundo, el hombre se desenvuelve siempre en relación con sus semejantes. De esta forma los percibe e incluso, se conoce a sí mismo, de modo que para vincularse con otros seres humanos debe mostrarse tal cual es, en su mera cotidianidad. En esa interacción surgen ciertas cuestiones que lo hacen reflexionar sobre sí mismo, ante todo, por su sentido de vida, ya que el concepto de muerte todavía lo ve demasiado lejos. En este punto es donde podría decirse que inicia su etapa preparatoria para la muerte, porque es donde comienza a reflexionar sobre el ser y sus límites.
Ante esta necesidad de entenderse a sí mismo, se constituye la imagen del “Yo”, la cual otorga orden, armonía e identidad a cada ser humano. En este autoconocimiento se va creando una apertura frente lo que se es y lo que se cree que es; de esta manera se forma una idea —muchas veces arbitraria— de sí mismo, de igual modo, establece limitaciones en el desenvolvimiento cotidiano, es decir, en su existencia.
Ahora bien, por el hecho de existir, hay una apertura en el hombre hacia lo inmediato, a lo material que lo conforma, a partir de esta condición es lo que le permite vincularse con el mundo y, sobre todo, conectarse consigo mismo, es entonces donde surge la pregunta por el sentido, el sentido de su vida, el quehacer en ella y su tiempo en el mundo. He aquí donde empieza a formarse un sentido de existencia, el cual será modificado y construido de acuerdo a los márgenes de interpretación en los que se vea inmerso, esto es, alguna cosmovisión, lo aceptado por la sociedad, la cultura, la religión, el lenguaje, la educación, los anhelos, la adversidad y la toma de decisiones. De esta manera, el hombre va orientando y planeando su vida de acuerdo a sus creencias o ideas que le dan sentido (Cfr., Beuchot, M., 2012: 100-102), con una sola incertidumbre: su muerte.
La muerte al ser un hecho, crea una bifurcación: la creencia en La Nada, en un vacío, o bien, en Un Más Allá, a esta última le sobreviene el miedo y la angustia, frente a este desconocimiento existe la posibilidad de reflexión dirigida a la conformación del Yo como unidad (Cfr., Levinas, E., 2012: 32) que se ve inmersa en la fragmentación del mundo cotidiano, asimismo la sola idea de muerte, la propia muerte, produce una tormenta interna que arrasa la quietud de quien la concibe.
Es entonces, cuando se empieza a preguntar si en verdad se tiene un alma. Si es cierto, ¿en dónde se encuentra?, ¿cómo se manifiesta?, cuando alguien muere ¿el alma persiste?, ¿a qué se refiere la expresión “me duele el alma”? Fenomenológicamente hablando, el alma como ente se substancializa en la expresión del Otro, de un ser semejante, lo cual indica que esa persona está viva, mientras ella le acompañe, ya que “le proporciona la capacidad de respirar y
[…] el cuerpo perece y muere tan pronto le abandona” (Crátilo, 2008: 399d-400a), por ello cuando cesan las expresiones del rostro y queda un cuerpo inmóvil, se dice que alguien muere, porque los signos de vida se han esfumado, hay entonces un cambio de estado, de ser a dejar de ser (Cfr., Levinas, E., 2012: 19 y 20).
Los que presencian la llegada de la muerte, los que quedan vivos se conmocionan boquiabiertos, se les genera un nudo en la garganta, las lágrimas nadan sobre sus rostros, permanecen en un estado de asombro, al que le deviene la negación, el enojo y/o la depresión (véase Sobre la muerte y los moribundos). De esta manera se puede mirar la muerte como un fenómeno existencial que altera el estado emocional e intelectual de quien asiste a su encuentro.
Este acontecimiento angustioso remite, nuevamente, al sinsentido, a la pesadumbre; en vano el consuelo que brindan los amigos, las personas allegadas, en vano el consuelo de Dios y la filosofía, porque el sentimiento es una hecatombe sin rostro en el cuerpo, en este sentido, cabe la expresión popular de “dolor del alma”, a pesar de tener una preparación previa, el dolor emerge entre los poros y tarda en concebirse el suceso como real, cercano o propio —en el caso de una persona con enfermedad terminal—, empero hay que cuestionarse, ¿a quién o a qué se le llora, a sí mismo, al difunto, a la ausencia del ser querido, a su cuerpo?, ¿y ahora qué, con qué se quedan los vivos?, ¿cómo se le da sentido nuevamente a la vida después de una pérdida significativa?
Sólo quedan los recuerdos, las paredes, las banquetas y las sombras, las remembranzas de las buenas obras, las virtudes que los unen, su tiempo guardado en la memoria, su sonrisa como expresión de vida que se atiene a la idea de que alguien existió, pero ya no está aquí. La expresión de “melancolía no es otra cosa de la que haya que liberarse a toda costa, pues forma parte de […] [la] condición [humana], de tal modo que […] [la comprensión del] estar vivo, debe implicar también la ausencia de lo que ya no es pero ha sido” (Ricoeur, P., 2008: 14).
Aquí se muestra el punto culmen, el clímax de la incertidumbre, porque el hombre, habiendo quebrantado su sentido por la conmoción, se ve colisionado entre el tiempo pasado y el tiempo presente. Donde se pierde la noción de tiempo, se abre un sinsentido, porque se niega la realidad, el sufriente la oculta mientras en ella camina, hay un desasosiego en el arrebato del ser querido, en lo que se quiere conservar dentro de las manos cerradas, pero sólo está el abrazo mudo y ausente de quien se marcha.
Después de este estado, el sentimiento o es deseable, creando una patología de duelo, ya sea, a) crónico: aquél que tiene una duración excesiva, esto es, por muchos años donde se siguen presentando actitudes y acciones como si fuera el primer año de duelo, b) retrasado: es un bloqueo de emociones que se van acumulando de a poco hasta su desborde con situaciones no tan significativas, c) exagerado: el cual, el individuo puede llegar a perder su funcionalidad, debido a fuertes depresiones, o estados incapacitantes, o d) enmascarado: es la consecuencia de no reconocer la pérdida que, finalmente, se somatiza o se refleja en conductas inadaptadas; o desaparece el dolor junto con el apego (Cfr., IMT, 2015: 226 y 227).
A partir de haber atravesado una situación límite, los Otros, ya no se presentan indiferentes, porque al ser ellos alguien, se les da un rostro humano “tú también, eres lo que yo soy; porque tú […] puedes decirme: existo. Tú eres mi compañero y mi hermano […] todo aquel, soy yo” (Fichte, 2013: 100 y 101). Cuando el hombre cae en cuenta de la virtud que tiene como ser humano, su comportamiento y su relación para consigo mismo y para con los demás, se establece desde un vínculo simbólico trascendentemente humano: la amistad. Luego, al mirarse como ser alegórico, su vida recobra sentido, por un motivo aun siendo el más pequeño y burdo, porque en él se representa el valor afectivo de quien ha partido, se honra la añoranza, pues la amistad suprime toda naturaleza y crea estabilidad entre unos y otros.
El “nuevo hombre” encuentra estabilidad en una “dialéctica fracturada”, que consiste en preservar dos opuestos, y que el tercer elemento dialéctico sea su convivencia, su coexistencia, difícilmente lograda, pero suficientemente alcanzada” (Ricoeur., P., en: Beuchot, M., 2008: 110), guía hacia el sentido teleológico de todo hombre: la felicidad. En otras palabras, aceptar la realidad tal cual es dada, teniendo apertura ante lo afectivo que relaciona al sobreviviente con el difunto, y se ve expresado en el amor en todas sus modalidades, sobre todo, en la afección que se concibe como amistad, de esta manera el que se queda en el mundo material reinterpreta su realidad coexistiendo con la ausencia del Otro, por ello, no lo deja caer en un pesimismo, ni en el goce exacerbado, pero no impide seguir su camino lleno de sentido hacia la felicidad (Cfr., Beuchot, M., 2008: 102 y 103).
Ante esta aceptación, el hombre entiende que la pérdida de un ser amado como la pareja, los padres, los hermanos o los hijos, el verse privado de la presencia corpórea de aquel compañero, “puede, como los instantes sublimes, transformar [el dolor de] la vida en conciencia de una presencia eterna” (Jaspers, K., 1977: 162), esto es, transformar el recuerdo en su coexistir en el mundo, no cayendo en la indiferencia, no privándose de la felicidad, sino alejándose del apego.
Dicho lo anterior, teniendo en cuenta las observaciones pertinentes, ¿el cuerpo médico está preparado y capacitado, tanto mental, física, emocional y espiritualmente para acompañar a los enfermos al final de su vida o serán los desahuciados, los que están próximos a la muerte, quienes muestren el verdadero sentido de la vida cara a su adversidad? (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 42).
En La escritura o la vida de Jorge Semprún (véase Vivo hasta la muerte) se presenta a uno de los personajes: Maurice Helwachs, él era un agonizante del campo de concentración de Buchenwald; el narrador menciona “Sonreía muriente, su mirada posada en mí, fraternal […] Yo había tomado la mano de Helwachs, que no tenía fuerza para abrir los ojos. Sólo había sentido una respuesta de sus dedos, una ligera presión: mensaje casi imperceptible [el dar-recibir presente una vez más]” (Ricoeur, P., 2008: 42).
En este breve relato se muestran, por casi insignificantes que puedan parecer, los signos de vida de Helwachs, la sutileza con la que acepta su estado agonizante mediante el suave apretujón por la debilidad de su cuerpo, asimismo el narrador, quien lo acompaña en sus últimos momentos de vida, se limita a escuchar e interpretar lo que el cuerpo de Helwachs manifiesta, en ese ejercicio de acompañamiento y cuidado tanatológico, se ve recompensado con ese contacto físico, cariñoso y empático, ya que los últimos latidos del corazón, del ser que tiene enfrente, le regalan un mensaje entrelineas: “todavía estoy aquí, todavía existo”, del mismo modo, la presencia del narrador es la respuesta de un: “yo sigo contigo, te escucho y te veo”, luego se devela el vínculo irreductible de humanidad que hace notar que sus vidas tienen sentido, aunque sea por un instante, por el simple hecho de estar y verse reflejados sin decir palabra alguna, comprendiéndose a través de la empatía en ese momento tan íntimo del vivir (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 42), porque aun afrontando solo el morir, se encuentra “acompañado hasta el final por la proximidad fraternal de […] [quién es], entonces, su[…] verdadero[…] prójimo[…]” (Ricoeur, P., 2008: 16).
Más aun, “El morir se funda, en cuanto a su posibilidad ontológica, en el cuidado” (Heidegger, M., 2003: §50) del Otro otorgando sentido al estar en el mundo, en la mera inmediatez, en la vida cotidiana, en los últimos momentos del muriente. En la transferencia del amor por la vida, del agonizante al sobreviviente, es donde se pone a prueba el desapego frente a un cuerpo orgánico, ya sin vida, pues la partida del Otro conmueve, porque su alma se esfuma en el eco del universo, habiendo otorgado el origen de todo sentido: la identificación (Cfr., Levinas, E., 2012: 24).
¿Qué es y qué se sabe de la muerte? En primera instancia, podría decirse que es la cesación de los signos vitales: pulso, reflejos, respiración, presión arterial y temperatura corporal, es la interrupción de los movimientos expresivos que exhibe un ser humano (Cfr., Levinas, E., 2012: 22). Se conoce a la muerte siempre de manera indirecta, de oídas, en proverbios, en poesía, hasta el momento en que su llamado se hace presente, su rostro frente al del hombre, el morir, sin duda alguna, es inevitable (Cfr., Levinas, E., 2012: 19), luego, queda un cuerpo rígido, sin vida, los ojos se miran sombríos, la tez palidece, entonces aparece: el cadáver (der Gestorbene).
El hombre al no conocer la muerte de forma directa, no cree propiamente en ella, piensa que nunca va a llegarle, porque ni siquiera quiere concebir ese momento, pese al conocimiento a priori de su finitud, ya que, la conciencia la desconoce, de esta manera, el hombre se vuelve inocente ante el misterio de la nada, lo que crea un estremecimiento ajeno, una angustia (Cfr., Kierkegaard, S., 2007: 87), por el hecho de no saber cómo ni cuándo se va a encontrar con ella; y sólo cuando éste se halla en una situación límite, por ejemplo: la muerte de un ser amado, es entonces una realidad consciente exigida por su propia existencia, el saber de facto que es posible dejar de vivir (Cfr., Jaspers, K., 1977: 160).
Es aquí donde hay que precisar que en el hecho ‘dejar de vivir’ crea una ruptura que altera la temporalidad y modifica el sentido de la estructura dada por la conciencia, ya que, a partir de lo que se ve orgánicamente, como lo es el cuerpo de quien ha muerto, cabe la posibilidad de que remita fenomenológicamente a la idea de vacío, al límite del ser vivo, pese a esta naturaleza, trasciende el fenómeno como la ausencia con la que el Yo puede vivir sin los Otros que mueren, y viceversa, los Otros pueden seguir el curso de su vida sin Mi, ya que, fenomenológicamente la muerte es sólo un límite tanto biológico como de la conciencia, porque bien puede pensarse la idea de muerte, mas no concebir el hecho por sí mismo, pues estaría privado de toda realidad, en otras palabras, el hombre no puede pensarse en un mundo sin él mismo estando ahí.
Ahora bien, cuando muere alguien a quien se le tiene afecto surge una distinción conceptual, una norma moral y social, porque a un ser amado no se le dice ‘el muerto’ (der Gestorbene), sino ‘el difunto’ (der Verstorbene), esta diferencia es más precisa si se entiende en alemán, ya que der Gestorbene significa simplemente alguien que ha dejado de vivir, esto es, que antes vivía, pero ya no; al contrario de der Verstorbene quien es el que pervive en el recuerdo de sus parientes, de sus seres cercanos y amigos. Por ello, se entiende que el muerto “ha sido arrebatado a sus “deudos”, es objeto de una [particular] “ocupación” en la forma de las honras fúnebres, las exequias, del culto a las tumbas. Y esto ocurre porque el difunto, en su modo de ser, es “algo más” que un mero útil a la mano, objeto de posible ocupación en el mundo circundante. Al acompañarlo en el duelo recordatorio, los deudos están con él en un modo de la solicitud reverenciante” (Heidegger, M., 2003: §47)
Ante el encuentro con la muerte tanto de los seres queridos como de los desconocidos, aparecen las preguntas “¿Existe aún? ¿Y dónde? ¿En qué otro lugar? ¿Bajo qué forma invisible a nuestros ojos? ¿Visible de otra manera? […] ¿Qué clase de seres son los muertos? […] ¿Qué son los muertos?” (Ricoeur, P., 2008: 34), éstas interrogantes vinculan a los vivos con los muertos, sus muertos, con aquellos que fácticamente ya no se muestran en el mundo, ya no se expresan de ninguna forma, sin embargo, el cuerpo sigue presente y a éste no se le tira a la basura como cáscara de naranja, a pesar de ser una cosa material, un organismo ya sin vida (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 34), por el contrario, el cadáver se ve inmerso en rituales, no para él mismo, sino para los que quedan vivos en este mundo, porque ellos apenas se están formando la idea de una realidad que los transgrede y están afligidos, preocupados, vulnerables, nostálgicos, porque no se encuentran a sí mismos, creen
“Es un mal sueño largo,
una tonta película de espanto,
un túnel que no acaba
lleno de piedras y de charcos.
[…] tiempo […] maldito,
que revuelve las horas y los años,
el sueño y la conciencia,
el ojo abierto y el morir despacio”
(Sabines, J., 2012: 491)
y necesitan canalizar su tristeza, su enojo, su sufrimiento, su soledad, su angustia, su pérdida, su dolor, su muerte impropia, para reconstruir su mundo nuevamente coexistiendo con su vacío y con la ausencia del Otro.
Ahora bien, cuando el hombre se ve “Abandonado a esa ausencia de sí mismo, se da cuenta de que está dado a sí mismo en su libertad” (Jaspers, K., 1977: 141) cuando se hace consciente de ella, cuando se ve arrojado al mundo, determinado por su existencia, se siente él mismo, porque él es: Dasein, la mera expresión de ser. (Cfr., Heidegger, M., 2003: §4).
Luego, la constitución existencial del Dasein, en sentido formal, se determina en su posibilidad de ser, cuando se comprende en su ser-en-el-mundo, esto es, “cuando [el Dasein] se hace consciente de su estar-ahí [Vorhandenheit] […] el ser de este ente es ser-cada-vez-mío [Jemeinigkeit] […] [porque su referencia debe] connotar siempre el pronombre personal: “yo soy”, “tú eres” [porque el] ser-cada-vez-mío es el estar entregado a sí mismo como propio [Übereignetheit]” (Heidegger, M., 2003: §9).
El Dasein, al poder ser, también tiene la posibilidad de ser ser-para-la-muerte, no de manera directa, porque implicaría su fin, sino como un pensar en la ella (Cfr., Heidegger, M., 2003: §48 y §53), o sea, pensar que él en algún momento puede morir, mientras se sigue moviendo en un mundo temporal donde se ve obligado a otorgarle sentido auténtico a su ser, para no caer en un pesimismo frente a la consciencia propia de muerte, porque a ella la sigue concibiendo todavía como un enigma (Cfr., Levinas, E., 2012: 25).
Ese enigma puede ser interpretado como mito, ya que, todas las culturas, por diversas que parezcan, tienen referencia de la muerte, ya sea fúnebre, triste, desgarradora, pacífica, transformadora o alegre, pero esa concepción que se ha formado de manera convencional siempre se mueve bajo ámbitos místicos, míticos y/o religiosos que ayudan al hombre a tranquilizarse frente a lo que todavía no se conoce.
Si bien, todas las culturas son análogas en cuanto a la muerte refiere, dado que ésta se concibe desde un ámbito mágico-religioso como un cambio de estatus temporal, una resurrección, una reencarnación o una transmigración, pero siempre enfocada a una elevación inmortal, a un regreso con la Unicidad (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 35).
Es importante hacer una distinción entre lo que significa el no ser ya y el morir propiamente. En cuanto al no ser ya, deviene un miedo que es el sufrimiento del cuerpo, el “morir es un proceso cuya realidad es psicofísica” (Jaspers, K., 1977: 161). Aquí entran tres categorías importantes para la tanatología, a saber:
1) Muerte Biológica que a su vez, se divide en a) muerte aparente o relativa: se muestra como “desaparición del tono muscular, paro respiratorio y debilitamiento de la actividad cardiaca y circulatoria [donde] Aún se puede recuperar la persona a través de técnicas de reanimación y por acto voluntario espontáneo y controlado” (IMT, 2015: 218) b) muerte clínica: se manifiesta solamente por los sentidos, se limita a cualquier análisis clínico, esto es, el cese de “la actividad cardiaca y respiratoria, los reflejos y la vida de relación, el estado de conciencia, los reflejos pupilares, la temperatura, pero las reacciones metabólicas de los tejidos subsisten en ciertas condiciones y el retorno de la vida aún es posible sin falta excesiva de irrigación cerebral sanguínea” (IMT, 2015: 218) c) muerte absoluta o cerebral: se conoce como “vida vegetativa, es la ausencia absoluta de respuesta de las estructuras cerebrales o encefálicas a los estímulos correspondientes aplicándose tanto procedimientos clínicos, como electrónicos y aquellos desarrollados por la tecnología que permitan apoyar su demostración. Se pierde el estado de conciencia y los reflejos, no se necesitan aparatos pero se debe alimentar y asear al enfermo” (IMT, 2015: 218) y d) muerte total: es la descomposición del cuerpo “Cuando ya no quedan células vivas en el organismo y hay una imposibilidad definitiva de volver a la vida […] se dice que se ha llegado al estado de _tanatomorfis_” (IMT, 2015: 218 y 219).
2) Muerte Psicológica está dividida en a) muerte lenta: “se da con un tiempo largo para poder asimilar y procesar la pérdida y el duelo: por ejemplo, el cáncer, coma prolongado, cirrosis hepática, etc. desde el punto de vista tanatológico, es la mejor condición” (IMT, 2015: 219), ya que el enfermo y los familiares se preparan para la muerte y pueden elaborar de mejor manera el duelo, al despedirse de su ser querido. b) muerte súbita: es la que no espera, “llega de improviso sin síntomas previos […] es más frecuente en el […] [varón] a lo largo de la vida, en el pequeño de 2 a 4 meses de edad o en la vejez, de los 60 a 65 años (época de jubilación)” (IMT, 2015: 219). Ésta a su vez es tripartita, ya que puede ser natural, como un paro cardiaco, violenta como un accidente o asesinato, o por autoagresión, el suicidio.
3) Muerte Social es el aislamiento del contacto humano, como puede ser la enajenación tecnológica, un “hospital, [una persona] entubada o anestesiada […] [o con inmovilidad] disminuyendo la libertad de los enfermos” (IMT, 2015: 219).
“Otra cosa muy diferente […] [es] el miedo a la muerte cuando ésta se concibe como un estado posterior a la extinción de la vida. No hay ninguna terapia médica que pueda librar del miedo a esta muerte; únicamente puede conseguirlo el filosofar” (Jaspers, K., 1977: 161 y 162), porque quien obedece a la filosofía“puede pasar sin molestia toda etapa de su existencia” (C.M., 1997: I, 2).
Sin embargo, el hombre se ocupa de otros quehaceres que le impiden reflexionar, pues se ve inmerso en actividades cotidianas que ocupan su tiempo, como los placeres, y éstos son terriblemente nocivos para el hombre cuando cae en un hedonismo radical, pues evitan el tiempo de pensar acerca de su propia existencia, la cual sólo aparece cuando la idea de muerte roza su ser (Cfr., Jaspers, K., 1977: 167). Es por ello importante, tanto para la filosofía como para la tanatología, insistir en reflexionar acerca de la propia muerte, en otras palabras, “Instruye tu alma con los preceptos, no dejes de aprender: pues sin la doctrina de la vida es como una imagen de la muerte” (Catón, en: Cicerón, C.M., 1997: XXII), de modo que cada ser humano al experimentar su propia vida, asuma la idea de que en algún momento —indeterminado— morirá, ya que este acontecer es un fenómeno único e inherentemente comprensible sólo en la existencia (Cfr., Heidegger, M., 2003: §47).
Ahora bien, la existencia le pertenece exclusivamente al tiempo, ya que en él se encuentra el anhelo de seguir vivo después de haber muerto, es un ente que debe concebirse como la relación con lo infinito, el cual se bifurca en tiempo cíclico y tiempo lineal (Cfr., Jaspers, K., 1977: 163 y 164); el primero refiere al que se repite continuamente, aquel que es temporal y se muestra en la naturaleza, como las estaciones del año, el día y la noche, el segundo, es una diacronía, en la que intercede sincrónicamente el tiempo cíclico sin la interrupción del tiempo lineal, mas hay que precisar, la eternidad no es el tiempo lineal, ya que en la eternidad nada es pasajero, todo es presente, a diferencia de ambos tiempos donde todo ocurre; el pasado se ve empujado por el futuro y a todo futuro le sucede un pasado, en consecuencia ambos tiempos son derivados del eterno presente (Cfr., De Hipona, A., 2005: XI, 11, 13), luego puede entenderse que el intervalo entre el nacer y el morir se manifieste en la duración del tiempo en que un ser vivo existe, en ese momento donde el Yo se piensa eterno, –aunque realmente no lo sea e incluso haya una incertidumbre– es entonces cuando se da la relación con el infinito (Cfr., Levinas, E., 2012: 26 y 30).
Dicho lo anterior, queda explicado que la vida de cada ser vivo es un estar-en-el-mundo hasta su muerte fisiológica, en el caso del hombre codeterminada por su modo de ser, en otras palabras, el Dasein no muere ónticamente aislado, sino que deja de vivir [Ableben], pero persiste en la mente de quienes quedan vivos, psicológicamente el estado de morir, refiere más al vivir del muriente que al morir mismo, porque incluso en estado terminal, una persona se siente viva y no ya muerta (Cfr., Heidegger, M., 2003: §49); y “no es sino el reflejo del hecho de que el Dasein no muere en primer lugar o incluso no muere propiamente con y en la vivencia del dejar de vivir fáctico” (Heidegger, M., 2003: §49).
Ahora bien, en el siguiente ejemplo retomado de la experiencia de Paul Ricoeur se muestra, con la ayuda de especialistas en cuidados paliativos, el cuidado en enfermos terminales de sida y cáncer, donde la muerte se devela como agonía anticipada, la agonía misma que se apodera del rostro del moribundo como un grito desnudo, desenmascarado y sólo queda impregnado el sentimiento en las pupilas y en la memoria del Otro.
El morir nunca ha sido fácil de aceptar, incluso para un muriente lúcido, ya que se concibe todavía como un ser vivo que pronto morirá. “Aún vivos: tales son las palabras que importan […] lo que ocupa la capacidad de pensamiento todavía preservada no es la preocupación por lo que pueda haber después de la muerte, sino la movilización de los recursos más profundos de la vida para seguir afirmándose” (Ricoeur, P., 2008: 38 y 39) esto es, aún antes de morir, el agonizante se muestra con una mueca, un guiño, un par de palabras, un suspiro, alguna expresión que proceda desde lo más profundo y más puro del hombre, de donde surge lo Esencial, lo que une la distancia entre lo meramente efímero y material con lo perdurable, con lo que va más allá de la razón, que puede ser ese pasillo que separa a los vivos de los muertos, y solamente el que deja de vivir puede transitarlo, porque él rompe la pared que lo separa de lo Esencial.
Para empezar, cabe decir, la filosofía es la ciencia que estudia “los primeros principios y las causas […] es la que conoce aquello para lo cual ha de hacerse [el bien de] cada cosa en particular […] y, en general, el bien supremo de la naturaleza en su totalidad […] [e involucra a todo hombre que] por afán de conocimiento y no por utilidad alguna [persiga el saber]” (Aristóteles, 1994: 982a-982b21).
La tanatología es el conjunto de conocimientos relativos a la muerte, una disciplina que se encarga de manera integral, de cualquier pérdida significativa, sobre todo, del proceso de muerte del hombre y la muerte misma, ya que se ocupa de encontrar el sentido en el devenir de la muerte.
La finalidad de la tanatología es proporcionar ayuda profesional a quien está pasando por un proceso de pérdida, y/u otorgarle una muerte digna al muriente, ya sea en estado terminal o no, apoyar a la familia aminorando el sufrimiento, enmendar vínculos afectivos para no dejar conflictos sin resolver, acercar las redes de apoyo con las que se cuenten y hacer comprender las limitaciones físicas en el ámbito personal, familiar, y social (Cfr., http://tanatologia.org.mx/que-es-tanatologia/).
Luego, la importancia de la filosofía en la intervención tanatológica reside, principalmente, en preparar al ser humano, a lo largo de su vida, otorgándole sentido a su existencia, a partir de la curiosidad por conocer y conocerse a sí mismo mediante la reflexión, construyendo y orientando su plan de vida. En el caso de los enfermos terminales es conducirlos a una aceptación de su realidad, dotando de sentido la vida que están dejando.
Aquí también hay que precisar los conceptos de apoyo y acompañamiento tanatológico, de manera que se pueda vincular la concepción filosófica de la muerte al servicio de la tanatología. El primero es un soporte que se le brinda a cualquier ser humano en algún momento o situación específica, si bien, no es una obligación, sí implica un compromiso con el Otro, porque se deben respetar sus ideologías, se trata de entender su realidad, generando empatía con la persona para que se sienta comprendida, escuchada, aceptada y respetada, asimismo, preguntar lo que quiere y necesita para procurar dárselo si está al alcance del tanatólogo. El segundo “es la actividad que consiste en estar con el enfermo, aun cuando se tenga una actitud pasiva. Quien realiza el acompañamiento está aportando al […] [paciente] la tranquilidad de no estar solo” (IMT, 2015: 17), esta labor la puede realizar cualquier persona que desee hacerlo, de manera responsable y sana, no sólo con el enfermo, también con la familia y los amigos, en general, con todo aquel que se vea afectado.
Dicho lo anterior, se entiende que lo más importante en la práctica tanatológica se da en el fundamento existencial que es la escucha, asimismo, el callar, ya que las necesidades y querencias de la persona con la que se trata, no se limitan a lo meramente oral, sino que involucran la sensibilidad ante el Otro, porque sólo “quien ya comprende puede escuchar” (Heidegger, M., 2003: §34).
En este sentido, la filosofía no da consuelo alguno si no se ha preparado el hombre para la muerte en su transitar por la vida, lo único que puede hacer es guiar. De esta manera el tanatólogo en turno debe estar atento a la escucha de lo que el Otro dice, necesita, o calla, porque desde ese momento es cuando puede empezar a dirigir a la persona a través del discurso, hablando de la pérdida con detalle, identificando sensaciones como dolores de estómago, hipersensibilidad al ruido, debilidad muscular, falta de aire, distorsiones del lenguaje, enfatizaciones, contradicciones, culpas, limitaciones, movimientos corporales, quejas, ciertas conductas como trastornos de sueño, de alimentación, aislamiento social, regresiones, alucinaciones, preocupaciones, en otras palabras, hacer un diagnóstico para evaluar a la persona y mostrarle una posible solución ante su problema, de tal forma que recupere —nuevamente— el camino hacia el sentido de su vida, y/o a la sutil aceptación, tanto de los familiares como del paciente mismo, de su pronta muerte. A este breve lapso de tiempo, que consiste en elevar la conciencia de la persona, para la aceptación de la pérdida, se conoce como consejería tanatológica (Cfr., IMT, 2015: 18 y 349).
También, es de suma importancia que el tanatólogo tenga un perfil empático, prudente, confidente, respetuoso, paciente, sensible, alegre, amable, honesto, flexible, con fortaleza física y mental, que tenga conocimiento de la enfermedad que el paciente padece, apertura ante los familiares y al paciente mismo, que cuente con el conocimiento de las redes de apoyo que la familia pueda requerir, en otras palabras, que cumpla con su intervención mediadora para la liberación de las emociones de los que soliciten el servicio tanatológico, así como apoyar en trámites legales, si en dado caso la familia llega a pedirlo.
Es entonces conveniente y valiosa, la empatía y la amistad que se genera entre tanatólogo-paciente, porque la calidad humana de la mirada y el gesto de acompañamiento, crean una hermenéutica médica de los cuidados paliativos, ya que el consejero al interpretar, guía favorecidamente la coherencia de pensamiento del agonizante, esto es, poner en concordancia lo que siente, piensa, dice y hace, curar la memoria a partir de lo que se habla con el fin de que la comprensión se enfoque en su vivir último y en la vinculación de éste con lo Esencial (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 45).
Ahora bien, cabe tener en cuenta que la mayoría de la gente encubre o evita el tema de la muerte para olvidarse de ella, como ya se ha visto, o por el contrario, pasa demasiado tiempo pensando en ella. En ambos casos, la persona desatiende su realidad divagando en su imaginario, alejándose del presente, no atendiendo a su existencia, aquí es donde la intervención tanatológica debe hacer consciente a la persona de su realidad, evitando contemplar el vacío interno y externo, acercar al hombre a lo que verdaderamente tiene importancia y sentido: su amor, porque de él surge la total armonía, el orden, la paz, por ende, su estabilidad (Cfr., Lelio, 1997: XXVII).
En consecuencia, la actitud que se toma frente y después de situaciones límite es importante para el desarrollo del duelo, pues ella es la causa del deterioro y del malestar de la salud de quien lo vive. Además se debe tener en cuenta el vínculo que existía entre las personas, esto es, si la relación era significativa, conflictiva, dependiente, estrecha, distante, armoniosa, nutrida, leal, o alegre, es decir, tener en cuenta y comprender los antecedentes históricos, ya que partiendo de estos se pueden entender los cambios de ánimo de la persona, siendo que decaiga o prospere en la aceptación de su realidad, de sus emociones y de su nuevo entorno o medio en el que se desenvuelve.
Es por ello importante tener en cuenta que “Los hombres no han nacido para morir, sino para inventar” (Arendt, H., en Ricoeur, P., 2008: 15) su propio sentido siendo coherentes, llevando a cabo su plan de vida a partir de las circunstancias dadas y las adversidades, de este modo se puede mirar y entender que la vida se interpreta de tantas maneras como el hombre pueda concebirlas, sin embargo, el referente sigue siendo el mismo, la existencia en busca de la felicidad, no sólo individual, sino humana (Cfr., Beuchot, M., 2012: 112).
Ardua es entonces la tarea del tanatólogo, más aún, cuando se enfrenta a ciertos pacientes terminales los cuales todavía no encuentran el sentido de su vida, cuando todavía se sienten rehenes de la culpa y están presos de los placeres. Es por ello necesario que todo hombre se pregunte sobre el sentido del ser, la vida y la existencia pese a sus arbitrariedades y, encontrar su lugar en el mundo, ya que “la existencia es el lugar de realización de la verdad, del amor y de la razón” (Jaspers, K., 1977: 176).
Dicho esto, cualquier ser humano que ame, sea amado y sea amable, en el sentido de que se de a amar, sobrepasará cualquier pensamiento simbólico y encontrará lugar, más allá, en aquello trasciende a la razón. Es entonces motivo de alegría el seguir vivos y/o el despedirse de quien se ama, porque la dicha compartida entre aquellos que le son significativos inunda la vida de sentido, y se vuelve solmene el tiempo que le sea concedida. Siendo esto así, aquel que ejercite la reflexión de manera introspectiva encontrará armonía en la incertidumbre, incluso en la muerte, porque sólo el amor sostiene equilibradamente la existencia (Cfr., Jaspers, K., 1977: 183).
Finalmente, Jaspers, haciendo alusión al Somnium Scipionis, de Cicerón, menciona: “Cuando nos morimos, vamos junto a los muertos que amamos. Nos reciben en su círculo. No nos acoge el vacío de la nada, sino la plenitud de la vida verdaderamente vivida. Entramos en un espacio lleno de amor, alumbrado por la verdad” (Jaspers, K., 1977: 171).
De acuerdo a lo expuesto, se puede concluir:
1. La tanatología, tomando herramientas filosóficas, debe, a todo ser humano que lo pida, preparar para cualquier pérdida significativa que éste pueda tener, y al final de su propia vida, tener una muerte digna.
Tanto la filosofía como la tanatología deben guiar al hombre a encontrar su propio sentido de vida en la mera existencia, esto es, la felicidad. Sin embargo, hay quienes no comparten la idea de que la felicidad sea la teleología del hombre, entonces la buscan indirectamente bajo la apertura de sus marcos contextuales, en otras palabras, en la calidad de vida, el vivir cómodamente, tener estabilidad emocional, económica, social, es el aferrarse a algo que le de sentido y orientación a su vida, porque, el bien en sí mismo —ciertamente— siempre es deseable.
Al contrario, quien se acerca a la filosofía puede desenvolverse en su existencia sin problema, porque quien cultiva las virtudes y se acerca a las artes en cualquier etapa de su vida, vive intensamente, de modo que, cuando mira hacia el pasado, incluso en el último momento de su vida, se regocija de lo maravillosa y rica que ha sido su existencia, a partir de una conciencia bien orientada, llena de sentido (Cfr., C.M., 1997: III, 9).
2. El morir es un proceso psicofísico dado en la existencia, el cual se manifiesta de modo biológico, psicológico, social y filosófico. La relación que guarda la muerte con el hombre se muestra, en primera instancia, indirectamente, de oídas, libros o historias, ya que, al no concebir el hombre el hecho de que por sí mismo ya no exista, sólo cabe en él la idea de un ‘dejar de vivir’, y no es, sino hasta este punto donde le hace frente a la muerte, cuando se ve inmerso en el hecho.
Por ello, es importante resaltar las dos vías de pensamiento acerca de la muerte:
a) La Nada como un vacío fenomenológico, como la ausencia del Otro, donde el desapego perfecto debe ser –según el maestro Eckart– “llevado hasta la renuncia […] [de] las proyecciones imaginarias del sí identitario […]La muerte es en verdad el fin de la vida en el tiempo común a mí, vivo, y a quienes me sobrevivirán. La supervivencia son los otros” (Ricoeur, P., 2008: 63), después de la muerte, sólo hay Nada.
b) La concepción de Un Más Allá, la confianza en el cuidado de un Ser Absoluto, es decir “la transferencia al otro del amor por la vida. Amar al otro, mi sobreviviente […] [es] la renuncia a la supervivencia propia completa el “desapego” más acá de la muerte: no es sólo la pérdida, sino ganancia: liberación para lo esencial” (Ricoeur, P., 2008: 64).
En ambos casos, frente a la muerte propia o frente a la muerte de un ser querido, debe entenderse como un fin, y lo que debe perderse es la imagen de identidad, ya que, a partir del suceso de muerte, la persona que era, ya no es más, porque ya no hay alguien que se exprese con ese cuerpo. Teniendo esta idea, los sobrevivientes sólo deben quedarse con el recuerdo que remite a quien antes era, mediante el ejercicio del desapego material. En el caso b, además de lo anterior, debe concebirse también la idea de la relación entre lo Esencial y la transferencia afectiva por la vida, la cual muestra el desprendimiento de lo material en la dimensión de libertad y generosidad en el muriente (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 64 y 65).
3. La intervención filosófica en tanatología se refleja en la preparación del hombre para la vida y para la muerte, en otras palabras, tanto la filosofía como la tanatología enseñan al ser humano a vivir una vida digna, llena de sentido y dirección de acuerdo a la construcción de su propia idea de mundo.
La filosofía como herramienta para el tanatólogo, así como para el cuerpo médico y los psicólogos, es importante porque facilita la comprensión de los conceptos abstractos como alma, esencia, existencia, Dios, y genera una interacción más cercana al entendimiento del paciente, porque al tener las referencias claras de lo que las cosas son, se pueden crear un puentes analógicos para comprender las distintas interpretaciones que se le puedan otorgar de acuerdo los marcos referenciales como la cultura, la lengua, o la religión.
Al comprender estos contextos, se pueden desarrollar técnicas para mostrarle al paciente el camino de la aceptación de acuerdo a la pérdida significativa que tenga, pero siempre desde una perspectiva empática y respetuosa.
En este sentido, el ejercicio de interpretación que muestra el tanatólogo, así como la persona que se encarga de aconsejar y/o acompañar es meramente un ejercicio filosófico, ya que al interpretar mira más allá de lo que las palabras significan y se vincula con el paciente desde una perspectiva más humana: la amistad. He aquí el don de servicio del acompañante que se muestra en el cuidado hacia su prójimo (Cfr., Ricoeur, P., 2008: 74).
Finalmente, quien oriente su existencia hacia el cultivo del amor en todas sus variantes, se puede decir que al final de ella, trascenderá en el recuerdo amoroso de quien lo evoque, pues habrá vivido con sabiduría, habiendo cosechado lo más bello y significativo de la vida, entonces habrá alcanzado la felicidad y morirá dignamente.
Betty Tuxpan