Aula%20en%20el%20campo
Orientación educativa

Aula con una esquina rota

Dulce Carolina Pérez Luviano


Frente a grupo

Las interminables horas de clase, los pasteles de bibliografía decorados con ostentosos betunes, innegablemente, no fueron. Las pláticas interesantes y las exposiciones litúrgicas tampoco. Nunca me quedó más claro la magnitud de la labor docente hasta que estuve frente a grupo, con ese gran peso en la conciencia, en el pecho y en las mariposas del estómago de, imagino, todo incipiente maestro: esperar a no arruinar las cosas.

Cuando los tiempos de mis primeros días en la Escuela Normal, las actividades iniciales que se hacían dentro del aula eran de sondeo; algunas actividades y preguntas someras que tenían la finalidad de analizar a poco fondo y mucho nervio los alicientes de nuestro ingreso a la escolarización superior. Fueron tantas las respuestas, tantos los personajes que increpaban haber sido, casi, tomados de la mano de la inspiración de dios y que había sido ella quien los había encaminado hasta la entrada de la Escuela Normal, como si su presencia ahí hubiera estado planeada desde el día de su nacimiento.

Y ciertamente, esas declaraciones me vulneraron. Yo no tuve tótem que me revelara en el bautizo que sería enseñante y que tenía un deber con la niñez del México. Crecí en limbo del no/sé/qué/hacer; ignoraba cuál quería que fuera mi destino, o lo que es más preciso, ni siquiera pensaba en él. Y creo que eso era lo más normal, ¿no?

Desperté del sueño de crayolas un día de tercero de secundaria, con la presión social y local, del casi egresado, a toda marcha e imparable. “Ser alguien en la vida” se repetía en las esquinas, en la dirección, en los baños y en las reuniones de familia. Nunca entonces, cobraron sentido. Me gustaba mucho la Biología y quise ser bióloga; después tuve maestro nuevo de Química y quise ser química. Luego fueron las demostraciones de profesiones y oficios y la Ingeniería de mi madre me exhortó a unírmele a sus filas. Graduación en popa y yo sólo quería nadar en el mar de la nada, con las ballenas y delfines de los libros de texto.

Tres años después un consanguíneo llegó al preescolar. Y la presión social y local hizo gala de su osadía nuevamente. El aprehendizaje de la lectura y la escritura estuvo en boga, como lo estuvo a esa edad en todos. Es aquí, señoras y señores, que las organizaciones en mi pensamiento sufrieron tormenta. ¡Se hizo la luz! Sí, dicen que después de la tormenta viene la calma, y que algunos tardan más que otros en hallar el interruptor del baño.

En casa, desde chica, me han notado muy “apartada de los intereses colectivos”. Muy egoísta, pues. Y no han mentido. ¿Tiene alguien idea de lo que significó para mí querer prestar mis buenas intenciones a un párvulo de cinco años, sin conciencia de lo trascendental que significa descifrar el código de los fonemas? Bueno, algunos le restan importancia. Pero por primera vez me sentí ¿vocación? para regalarle lo que podía llegar a saber a otro individuo. Y cuando interrogo sobre vocación pretendo describir ese ánimo natural, ese fervor entusiasta cuando pensaba en las probabilidades infinitas de “cosas” que podía enseñarle a mi hermano. Aunque directamente no fui yo quien enseñó a leer y escribir al niño, esa etapa de su niñez, y las necesidades de su momento histórico, me hizo tomar la mayor decisión en mi adolecida vida.

Después de dos exámenes, en una mañana soleada de agosto, me vi sentada en un mesabanco de la Escuela Normal Lic. J. Guadalupe Mainero. Como ya dije, nada de lo que hubo dentro de esa escuela me hizo comprender el acto educativo. Quizá era mi deber aprenderlo ahí, supongo.

En días fríos de diciembre y como ayudantías, me presenté en una comunidad rural a 20 kilómetros de la ciudad en la que radico. Y bueno, todos mis esquemas mentales volvieron a sacudirse. Desde que toqué la tierra húmeda de rocío en las brechas que llevaban a la primaria rural, comprendí el aire de necesidad que en mi cara golpeaba. Me declaro maestra rural, sí. Las condiciones, no sólo educativas de la comunidad, sino económicas, de salud, me hicieron ver el otro lado de la moneda. Oh, sí, parecía haber una especie de volado al nacer. Los que sacaban sello desfilaban por senderos cómodos y por el águila, aquellos que sentían en carne viva la patria, por la que batallaban en siquiera tocar.

Sólo conocemos la verdadera vocación en tiempos de dificultad, en las malas rachas, cuando las cosas van mal, pues. Practicar en escuelas urbanas utópicas no satisface todas las necesidades de prueba que necesita un estudiante normalista para comprender problemáticas educativas, ni de su propia práctica. Alguna vez el director Ciro Ortiz Castillo, director de una pequeña escuela primaria urbana nos dijo a los egresados practicantes: “un maestro, no es maestro, hasta que trabaja en una escuela rural”. Y no dudé de sus palabras, como tampoco lo hago ahora, que llevo un año trabajando en esas condiciones.

Las escuelas de organización completa representan gran comodidad para el maestro. En el inherente aislamiento de la vida escolar rural uno aprende, por obviedad, muchas cosas. A mí me desagrada estar como iguana bajo el sol, y en mi primaria, aprendí a ensayar los bailables y hacer educación física sin remilgos; le sacaba la vuelta a los papeleos, y me volví experta en llenar estadísticas y formas; le rehuía a las madres de familia y aprendí a batutear a la sociedad de padres de familia; me molestaba el polvo y ahora cosecho en el huerto escolar de propia mano; me intimidaban la participación de mi grupo en algún número en los eventos, y hoy tengo a mi cargo los eventos completos. Me sentía orgullosa de sacar un grupo adelante y de ver sus logros, ahora me enorgullezco de sacar adelante una escuela entera. Sin duda, hay oportunidades de crecimiento en todo lecho educativo, rural, o urbano, pero yo no cambiaría por ningún motivo o comodidad, a mi Ranchito Los Nogales, a mis 18 niños, ni a mis once madres de familia.

8/IX/2011

Dulce Carolina Pérez Luviano
Es alumna de la Maestría en Educación Básica, en Reynosa Tamaulipas.

Pablo Fernández Juárez. 04 de Octubre de 2011 10:53

Estimada Dulce Carolina:

He leido con muchisimo gusto tu registro anecdótico, que más que un ejercicio, en un testimonio de vida. estoy gratamente sorprendico de tu manejo de conceptos y del lenguaje escrito que combinas de manera deliciosa, amable y humana. Gracias por compartir esta experiencia docente y estoy de acuerdo contigo, No es docente del magisterio aque que no ha tenido una experiencia como maestro rural..
Un abrazo extendido a tus amigos y compañeros de la MEBA.

Dulce Carolina Pérez Luviano. 15 de Octubre de 2011 14:03

¡Muchas gracias! No conoce usted la manera en que sus palabras me dan aliento. El afectuoso abrazo va para usted también. Espero volverle a ver.

Humberto Cepeda. 16 de Octubre de 2011 15:01

No sé si la perspectiva de este escrito, tuviera otro ángulo para mí, de no sentirme involucrado. Lo veo como una especie de confesión, queriendo compartir algo de tu vivencia y de tu intimidad y gracias por dar a conocer partes de ti, que uno, desconocía. Es exquisito y honesto. Si alguna vez se te vio contenta, fue cuando tomaste la tajante decisión de quedarte en ese “ranchito” aunque al principio titubeaste por las condiciones del lugar, la distancia y principalmente por otros factores, mas una parte dentro de ti, sabias que ese era tu lugar, que ahí podrías crecer como docente y sin esperarlo, como persona. Es por demás gratificante el saber todo lo que ha mejorado esa escuela en un año. Sé que quisieras hacer mucho mas, pero no cuentas las herramientas necesarias para hacerlo. De hecho, nunca has contado con ninguna herramienta, y de alguna manera u otra, te las ingeniado para mejor mucho esa escuela, mucho. Te felicito por tu escrito, en verdad el tratar de definirlo me es imposible por los sentimientos que este me causa, pero es excelso en verdad lo es. Y no solo México, si no el mundo, necesita docentes como tú, con esa dedicación y con esa entrega de dar todo, sin esperar nada a cambio, de ser así, este planeta, fuera un lugar mejor

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