José Luis Mejía
Nadie es igual a nadie, pero todos nos parecemos. Los jóvenes de aquí y de allá (de Lima o Singapur, los de la época de mi abuelo o los que ahora mismo salen corriendo de la clase para llegar primeros a la cafetería) pudieran reconocerse como habitantes de una misma edad, de circunstancias parecidas y temores e ilusiones que se entrelazan y cruzan como si el espacio y el tiempo no existieran.
Cierto, las condiciones socioeconómicas hacen que los sueños sean, para unos, realidades a construir y, para otros, prontas desilusiones; pero la emoción, las ganas, los sustos y las expectativas son, en la geografía universal de la adolescencia, semejantes.
Ellos habitan ahora en unas tierras en las que todos, alguna vez, dejamos nuestros pasos. La incertidumbre de un futuro que obliga o amenaza, la confusión de no comprender quiénes somos, el laberinto de las emociones, los labios sellados o la frase procaz con la que nos exorcizamos de quien —no sabemos cómo— se ha vuelto especial hasta el sonrojo, son marcas comunes que, sin embargo, escondemos debajo de capuchas y maquillaje, de silencios y gritos, de huidas hacia adelante o de gestos obscenos.
Qué común sentirse cobardes y creer que solo nos pasa a nosotros, caer en la letanía del «no puedo» y pensar que seremos los únicos derrotados, cuando la fila es inmensa por más que tantos se disfracen y escondan en triunfos fabricados, sonrisas de cabaret, músculos o minifaldas que pueblan las redes sociales —esos nuevos altares que hemos levantado a los dioses de impostura—.
Es la edad del miedo, y la del valor. Dependiendo de las decisiones que se tomen, lo que viene después será una sucesión de muestras de coraje e intentos o una seguidilla de pánicos y abandonos. Así están ellos, como nosotros estuvimos.
Pudiera parecernos que viven sumergidos en las pantallas de sus teléfonos, que lo único que les interesa es alienarse en el mundo fantástico de los juegos de video o de las fotos —mil veces retocadas— que vociferan esa felicidad perpetua que —ahora, viejos— entendemos que es imposible.
Nada más falso. Allá, en la estridencia de sus canciones, en las primeras noches de descontrol, en esa rebeldía que parece rechazarlo todo, están pidiéndonos —con la vergüenza y la dignidad de sus pocos años— el tiempo compartido, el abrazo fraterno, el hombro solidario y un oído —generoso y confiable, militante y paciente— al que decir —y decirse— aquellas cosas que nosotros —ya lo sabemos— hace tiempo callamos.
José Luis Mejía
Poeta peruano y habitante del mundo, escritor. Profesor de Español en la Singapore American School.. Ha publicado novelas como "Cuídate Claudia","Cuando estés conmigo" (Alfaguara:2008) y obras infantiles como "La granja de Don Hilario" (Santillana: 2007) y "Se nos perdió el alfabeto" (2006)