Víctor Esparza
Ser el primogénito de una familia numerosa ha tenido desde épocas ancestrales sus pros y contras. En lo que me atañe, mexicano nacido en Monterrey en 1979, y hermano mayor de otros cinco seres humanos, no puedo quejarme. Menos cuando, a causa de un accidente automovilístico, tienen desde el 2000 siendo mis brazos y piernas en infinidad de momentos. Pero esa es otra historia.
Lo que me pone a escribir en este momento tiene que ver con las esperadas vacaciones de cada verano. Mis padres, pertenecientes a la siempre vapuleada pero pujante ‘clase media’ a base de su dedicación y fuerzo, desde que se unieron en matrimonio aprovecharon las semanas que por costumbre y calendario se han venido destinando para vacacionar durante julio y agosto, provocado en buena parte por el oficio que comenzó a desempeñar mi madre al casarse, maestra de primaria. Ya fueran salidas cortas —a Tampico o Matamoros— o recorridos largos —hasta el puerto de Veracruz o Los Mochis—, al menos hasta que la más pequeña de sus hijas cumplió 4 años y los grandes comenzamos a desbalagarnos, el verano incluía sus merecidos días de vacaciones y punto.
La mayoría de las ocasiones, sobre todo cuando se incluyó en la travesía al tercero de los hermanos, los paseos fueron en automóvil. Mi padre desde joven gustó de conducir, y cuentan sus andanzas que gastó muchos kilómetros a bordo de un VW Sedán ’63, primer auto que adquirió a sus 22 años. Lo sigue haciendo ahora a sus 60 en los ocasionales viajes que hacemos a Guadalajara o la Ciudad de México, o hasta Houston o Dallas por aditamentos para su restaurante. Acostumbrado desde chico a salir adelante y sortear dificultades, dudo nos enteremos de su propia voz cuando comience a fallarle la vista, y entonces, sí, suspenda su afición por navegar en el asfalto.
Como hijo mayor me correspondió muchas veces fungir de co-piloto en las salidas a vacacionar y llevar el recorrido del viaje en la Guía Roji adquirida exprofeso para la ocasión (algún extraño conjuro impedía que sobrevivieran de un verano al siguiente). Ir conociendo carreteras, pueblitos atravesados en el camino, escuchar las anécdotas que mi padre iba compartiendo según el momento o algo encontrado en la ruta, detenernos a comer en alguna fondita, o, costumbres del viejo en el mercado del pueblo en turno, en el cual deteníamos la marcha para cumplir con la sabia máxima de «primero mis dientes y después mis parientes».
Recuerdo incluso haber escuchado el último discurso presidencial de Miguel de la Madrid viajando de regreso a Monterrey, el 1 de septiembre de 1988, último día disponible para vacacionar, en aquellos tiempos en los que el inicio del ciclo escolar en México era justamente después del día del informe. La radio, compañera solidaria en los ires y venires por carreteras libres que luego se volvieron de cuota bajo el depredador sexenio de Carlos Salinas, volviendo cada vez más costoso el tránsito por recorridos en buen estado a lo largo y ancho del país. El aumento en la gasolina y de precios en general, así como ser cada vez más los viajantes, orillaron a que las travesías de la familia se fueran acotando a algunos días de reposo en La Pesca, Tamaulipas, tranquila localidad a menos de una hora de Soto La Marina. Ello hasta que la inseguridad cada vez más creciente volviera una amenaza para la vida transitar por las carreteras del vecino estado.
Cuánto aprendizaje por kilómetro recorrido me dejaron aquellos días de vacaciones. Desde el por qué se genera un espejismo al mirar a la lejanía una carretera castigada por los rayos del sol, hasta conocer la preciosa y a la vez inquietante geografía del camino circundante al Espinazo del Diablo, en la sierra de Durango. Viajamos por coche, avión e incluso tren, a bordo del extinto Regiomontano que cubría la ruta MTY-DF-MTY. Nos faltó el barco porque no nos permitieron abordar al ferry que une Topolobampo, Sinaloa, con La Paz, B. C., ante el embarazoso estado de mi madre la ocasión que transitamos por allá.
Playas, bosques, desiertos, llanuras, montañas, ríos y toda clase de medio ambiente capturado por mis pupilas y constatando en carne propia lugares que incluso que no formaban parte aún de los sitios habituales de recreación, como las ruinas arqueológicas de Tajín, que conocí cuando tenían apenas pocas semanas de ser abiertas para visita al público. Mi gran gusto por la historia en buena medida se lo debo a palpar tanta información recopilada en los libros, como cuando me maravillé al descubrir durante un recorrido por los vestigios del Templo Mayor, junto al Zócalo y la Catedral, a Chac Mool, inconfundible personaje prehispánico recostado que aparecía en el billete de $100 de mi infancia.
¿Tiempos pasados fueron mejores? Quizá. Pero no olvidemos que estos que hoy vivimos serán “los pasados” dentro de algunos años, así que bien nos viene vivir con alegría cada día, entre la añoranza por lo sucedido y la ilusión por lo que vendrá.
Víctor Esparza
Nacido y radicado en Monterrey, Nuevo León (1979). Involucrado en estudios de Humanidades desde 1995, egresado de la Licenciatura en Psicología por la Universidad Regiomontana (2012). Escribiendo actualmente para Espacio Blanco y cursando la Lic. en Gestión Cultural en la UDGVirtual.