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LA CLASE

Educación Ambiental

Alfredo Villegas Ortega


Ética ambiental, una llave para la formación de seres conscientes

Plantear la relación del hombre con la naturaleza es una de las tautologías más repetidas en el mundo moderno. En efecto, ¿hay de otra? ¿Podemos prescindir de esa relación? ¿No somos parte de esa naturaleza? ¿O cuándo estamos en la naturaleza y cuándo podemos vernos como seres superiores que deciden el rumbo del mundo, el destino de otros seres, nuestro propio destino?

Nuestra racionalidad nos coloca en un plano diferente y, no pocas veces, aberrante, respecto a los demás seres vivos con los que conformamos el ambiente, con los que deberíamos de relacionarnos y a los que, la mayor parte de las veces, sólo utilizamos, matamos, consumimos, destruimos. No hay forma de que el daño se reduzca a cero. No la hay, porque en la misma naturaleza hay ciclos, cadenas, dependencias e interdependencias que suponen la vigencia misma de comunidades y especies. La supervivencia del más apto, del más fuerte o del mejor equipado genéticamente. Comemos animales y plantas. Algunos sólo plantas, pero comemos para sobrevivir. Utilizamos maderas para construir muchos artefactos que hemos hecho imprescindibles desde tiempos milenarios. Utilizamos el agua para beberla, para bañarnos, para regar la tierra y obtener frutos y seguir viviendo. Y así utilizamos muchas cosas más de la naturaleza. Si somos parte de ella y nuestro ciclo vital exige estar en contacto con ella y disponer de ella, ¿dónde está el conflicto? ¿Qué hay de malo que me alimente de esa naturaleza, que la utilice para mi beneficio y mi progreso? ¿Soy un criminal o un inmoral por comer un filete de pescado? ¿Soy un infractor, un delincuente o un desgraciado cuando mi consumo desborda la subsistencia y se ubica en el dispendio? Sí, en este último caso, aunque quizá los calificativos que acabo de emplear no sean los más adecuados; sí cuando quiebro un equilibrio; sí cuando atento contra aquello que, justamente, me da posibilidades de subsistir. Sí, por sobre toda consideración, cuando dejo de pensar en el otro. Y ese otro es, en términos cristianos, mi prójimo, el que está a mi lado. Mi vecino, mi familiar, y más allá, cualquier ciudadano del mundo presente y del mundo por venir.

Las discusiones ontológicas, metafísicas y epistemológicas son muy interesantes en el terreno del conocimiento y de la filosofía misma, pero la discusión ética debe colocarse en primer plano, pues de ello depende pensar el mundo, repensar lo que aprendimos, sepultar nuestras creencias equivocadas de lo que significan el progreso y la civilización. Pensar éticamente nos puede colocar, eventualmente, en otra dimensión moral. Responsabilizarnos de nuestros actos. La crisis de civilización en la que vivimos supone injusticia, explotación, miseria y riqueza extremas. Es un problema del modelo económico, sí, pero también es un problema educativo, es un problema ético.

Si queremos empezar por algo, habría que hacerlo, desde la perspectiva ética de Karl Otto Apel, empezando por lo próximo. En la microética. Es decir, en nuestra familia, nuestro trabajo, nuestra escuela. Promover la virtud de manera horizontal y dialógica. Posibilitar que ello se vaya expandiendo a planos mesoéticos como la ciudad, la región, la nación, y así, potencialmente arribar al plano de la mesoética, a la instauración de una ética global no dictada, acordada, racional, horizontal. Si me permiten la figura, sería como arrojar una piedra al estanque para que las ondas se vayan expandiendo del centro hacia afuera y de regreso. Pensar un mundo mejor en el aquí y el ahora. Cambiar los círculos viciosos por círculos virtuosos. O en términos de Édgar Morín pensar globalmente y actuar localmente.

Los problemas ambientales se caracterizan por su complejidad. No hay una arista específica por la cual se puedan enfrentar, aunque hay llaves privilegiadas para entender el problema, analizarlo, colocar las respectivas responsabilidades y buscar las posibles soluciones.

Un problema, como el ambiental, que se asocia o es resultante del modelo de civilización vigente, es un problema que camina de la mano de intereses económicos, inercias culturales, legislaciones omisas, ciudadanos desposeídos de sus más elementales derechos, ciudadanos desinformados y malformados culturalmente hablando.

La crisis ambiental, es una crisis producida, entre otras explicaciones, por la voracidad de unos cuantos que se han engullido, literalmente, al planeta, y que en su voracidad han segregado poblaciones, extinguido especies, acumulado el capital de una manera ominosa. Los ciudadanos de este mundo, la gran mayoría, la gente de a pie, la que se desgasta física y emocionalmente en su trabajo con salarios bajos o salarios decentes —pero asalariados a fin de cuentas— no tienen voz ni voto a la hora de la toma de las grandes decisiones que pudieran tomarse para recomponer el modelo, para refundarlo.

Las medidas que han tomado los líderes políticos, las grandes potencias, de poco han servido pues, en el fondo, no se resignan a perder los privilegios económicos y el enorme poder que ello les confiere.

La gran apuesta sigue siendo, como lo muestra la historia, la organización ciudadana. El problema ambiental se discute en foros internacionales. Estocolmo, Río. Se establecen protocolos para la reducción de gases de invernadero. Se asumen compromisos y, a lo más, el paliativo funciona un tiempo. La razón es muy simple: pesan más los criterios de desarrollo que sostienen este aberrante modelo de civilización que pensar en los beneficios de canjearlo por otro realmente sustentable.

El capital es el capital. Le interesa incrementar sus ganancias. Las consideraciones éticas, laborales, humanas, naturales o sociales pueden resolverse mientras no se toquen sus posibilidades de acumulación y explotación. Así nacieron y, difícilmente, por no decir que imposible, van a cambiar. No saben vivir de otra forma y no van a renunciar a sus privilegios.

El cambio, entonces, se debe dar desde otra parte. No hay nada nuevo en esto. Ya, durante muchos episodios históricos así ha ocurrido. El cambio viene de la resistencia inteligente y organizada a ese modelo. El cambio tiene que ver con la consagración efectiva de una ciudadanización mundial. Pasa por consolidar un tipo de democracia que, efectivamente, tenga los contrapesos necesarios a los poderes conocidos, mediante una nueva conciencia social que luche por hacer efectivos sus derechos humanos más elementales, entre los cuales, está el derecho a la vida. Tener gobiernos más justos y visiones políticas y económicas de largo aliento, sólo serán posibles con la plena participación ciudadana en la toma de decisiones, entre las que se encuentran, desde la satisfacción de trabajar en condiciones adecuadas y con salarios que cubran las expectativas vitales de subsistencia, recreación, cultura, educación para todos, deporte y cultura entre otros. Esa ha sido una lucha que ha logrado, en términos generales, que esos beneficios se hagan una realidad, para la mayoría de la población, sólo en algunos países como los escandinavos, por ejemplo.

El problema ambiental, no obstante, no ha quedado resuelto porque soportar los elevados e injustos estándares de vida de las potencias, sólo se puede hacer, por lógica, quitándole recursos a los más débiles. Las terribles diferencias regionales se agudizan y, además, el efecto sobre la sustentabilidad planetaria nos amenaza día con día a todos, ricos y pobres.

Hay, por fortuna, muchas voces, organizaciones y esfuerzos de gente que buscan otra salida, defendiendo heroicamente sus recursos, su territorio, su cultura, su historia. Esas voces y esfuerzos no han logrado consolidarse como una alternativa efectiva al modelo hegemónico, a pesar de que, en efecto, significan conquistas importantes y ejemplos de que sí se puede cristalizar comunidades sustentables, bajo otra lógica distinta a la del gran capital. Es necesario ir por más. Es necesario cerrar las brechas insultantes entre ricos y pobres. Es viable pensar en otro mundo más amigable con la naturaleza y más respetuoso de los derechos humanos. Es posible con la consagración democrática. Es factible reorientando el modelo económico.

Los cambios económicos que requerimos, empujarían a los cambios sociales y, eventualmente, a la instauración de otra cultura, otra forma de convivir, otra forma de pensar, de situarse en el mundo de manera responsable y consciente, otra forma de interactuar con el medio ambiente, viendo en éste el sustento necesario para satisfacer nuestras demandas, pero sin engullírselo, sin agotarlo, dando tiempo a los necesarios procesos de recuperación que demandan los ciclos vitales de las comunidades y especies.

Revertir esa espiral decadente y de alto riesgo es un proceso que demanda acciones inmediatas y visiones de largo alcance. Las políticas públicas no se han ocupado de promover más que las primeras, pero en un plano efectista, para justificar que algo se está haciendo, para justificar los recursos destinados a programas de carácter ambiental.

En las escuelas de educación básica, tenemos una gran llave para formalizar acciones ya, ahora, en la búsqueda de los nuevos ciudadanos que se requieren. Algunos de esos futuros ciudadanos serán los nuevos gobernantes y los nuevos electores y legitimadores de las futuras políticas públicas. Si empezamos a cambiar la forma de pensar, si partimos del diálogo como fuente fundadora de los acuerdos para vivir y convivir, si recuperamos la visión de una escuela emancipadora y dejamos de lado la visión neoliberal de una escuela funcional que avienta egresados al mercado, con la sola idea de insertarse en el mundo laboral (si bien les va) y social sin la más mínima consideración crítica y propositiva para entender y alcanzar otro mundo, estaremos empezando nosotros, como maestros, a darle la vuelta a la tuerca en sentido inverso al que fatalmente nos ha impuesto el gran capital. En ese momento nuestra responsabilidad social le dará otro sentido a la labor docente. Dejemos de ser repetidores del currículum explícito y oculto que busca perpetuar la diferencia, los privilegios de unos cuantos y las miserias de otros, muchos, más. Bajo esa premisa empezaremos a ver el mundo como el espacio que compartimos y nos da vida, nos soporta y nos proyecta. En esa consideración está la solución a muchos problemas, incluido, por supuesto, el ambiental.

Pensar lo ambiental, entonces, no sólo es pensar en recursos, es pensar en la interacción de seres vivos interdependientes, en la responsabilidad que tenemos en ese proceso. Tomar consciencia de nuestros actos y la manera en que abonamos o restamos para la vida con esas acciones. Pensar lo ambiental, supone entonces, la reflexión ética sobre nuestra actitud ante nosotros, ante los demás y ante el mundo. Una ética dialógica como plantea Habermas. Una ética de seres que hablan, acuerdan, se respetan y establecen las más elementales e importantes reglas de convivencia, en las que mi libertad sea compatible con el aprecio por la dignidad y los derechos de los otros. Esos otros soy yo, porque sin renunciar a mis propios ideales veo en ellos al conciudadano, al familiar, al ser humano que comparte sueños y responsabilidades comunes para que todos vivamos mejor. Yo y tú. Ellos y nosotros tenemos un solo mundo para vivir, crecer y aspirar a preservar la vida de una manera más sana y sustentable a la que tenemos derecho. En ese mundo hay otros seres vivos. Sin ellos, cualquier consideración vital resulta absurda. No es posible.

Cuando se parte de acuerdos y la palabra se empeña al beneficio común, el cumplimiento de éstos es mucho más factible. La familia, la escuela, el trabajo y otros ámbitos producen mejores escenarios cuando se parte de una visión incluyente y horizontal. Todas las voces pueden expresarse, se acata la voluntad de la mayoría y se toma en cuenta a la minoría.

Una ética ambiental, entonces, no sólo es posible, sino necesaria y su puesta en marcha no puede esperar más. Esa ética ambiental debe promover la reflexión sobre el mundo. Mi posición como individuo aquí y ahora. Mi posición como especie ayer, ahora y mañana. La toma de consciencia ante los terribles daños ambientales que ha generado la humanidad con una visión civilizadora que corre y corre. Avanza, genera tecnología, ciencia, desarrollo. Pero esa misma humanidad ha corrido tanto y tan rápido que no ha hecho la pausa necesaria para evaluar el alcance de sus actos. Así, la ciencia, como mayor conquista del pensamiento, queda supeditada a los intereses del gran capital y el poder político y en, no pocas ocasiones, ha revertido sus propósitos iniciales. La tecnología como postulaban desde el siglo XX Adorno y Horkheimer nos ha reducido a cero. Somos, y ahora se ve con más claridad, operadores de botones y máquinas inteligentes que, con frecuencia, nos enajenan y nos despojan de un poco de humanidad. Hay que ganar, producir, explotar, avanzar. Funcionar, acatar. Vivir, dormir, reproducirse. Muy bien, pero, ¿a qué hora pensamos? ¿Qué espacios tenemos para no sólo dormir sino soñar? ¿En qué momento del día tenemos tiempo para detener nuestra carrera y pensar en el otro, en mí mismo, en el mundo? ¿Qué posición, qué idea tenemos del medio ambiente, de los derechos de los animales, de la importancia de los ecosistemas? ¿Ahorramos agua? ¿Separamos la basura? ¿Lo hace el gobierno, qué hacemos ante ello? ¿Nos organizamos con los vecinos o sólo cuando la inminencia de los problemas, la contingencia, nos rebasa y nos ahoga?

La ética ambiental, implica contribuir en la formación de seres autónomos, responsables, asertivos, libres, independientes y al mismo tiempo interdependientes. Esa interdependencia incluye a los demás seres vivos. Implica, también, coadyuvar al crecimiento de personas que respeten los derechos humanos y los derechos de los animales. Significa, además, incorporar al código de cada uno de nosotros la idea de que la dignidad humana empieza y acaba en la posibilidad de poder nacer, vivir y morir en un mundo en el que se pueda respirar, tomar agua saludable, tener una vivienda cómoda y segura, contar con un transporte público económico eficiente y ecológico. Significa respirar oxígeno y no cualquier cantidad de gases nocivos. Esa visión ética es imprescindible para entender que no basta con sobrevivir y resignarse a la desigualdad, la contaminación, la desaparición de especies.

La ética ambiental debe incorporar, desde luego, la recreación y significación colectiva de los valores. No en la verticalidad ni la imposición. No en la tradición judeocristiana que criticó, acertadamente, Nietszche, porque implica sumisión, miedo. La recreación de que se habla, significa que los valores sean puentes para el entendimiento, la convivencia y el acuerdo. El diálogo nunca desaparece. El diálogo la funda, le da sentido. Por eso se recrean, significan y resignifican los valores.

En esa ética ambiental, la responsabilidad, seguirá significando responder por mis actos, pero con el agregado que esos actos incluyen el cuidado del medio ambiente, el cuidado de mi vida y la de otros, en la connotación más amplia de vida. Responsabilizarse de los actos es la premisa básica para ejercer una libertad consciente. Una libertad que me permita, efectivamente, elegir y no sólo hacer lo que otros quieren que haga. Una libertad que, en esa elección, apunte al disfrute de la vida sin atentar contra los derechos de los demás seres vivos. Una libertad que vive y respeta. Una libertad que no mata, no destruye, que me da un sentido a mí, a los otros. Libertad responsable que empieza por el cuidado y el aprecio por la vida.

En esa ética ambiental, la justicia aparece como la plataforma vital imprescindible para desplegar nuestros actos. Un mundo justo en el que no haya las terribles diferencias que hay. Pensar en ello. Indignarse y prepararse para que, eventualmente, en mi localidad, mi familia, mi trabajo y mi escuela, los actos sean los que juzguen, los que justifiquen, los que comprometan. En esa ética ambiental, será posible entender que ese mundo desigual e injusto genera miseria, explotación indignante y estúpida de los seres humanos y de los recursos. Un mundo más justo no agotará las reservas ecológicas de los países débiles para alimentar las demandas voraces de los poderosos. Esa justicia va de la mano de la equidad. Pensar en otra distribución de la riqueza y el presupuesto que vaya, gradualmente, ajustando las horribles diferencias. No se cobra el agua por litro sino por consumo desbordado o básico. No se cobra la energía por kilovatios sino debe subsidiar la precariedad y estimular nueva infraestructura en estos contextos, a partir de un cobro elevado de impuestos para aquellos cuyo estándar de vida supera, por mucho, los requerimientos para vivir dignamente. Este tipo de consideraciones han de plantearse a la hora de hablar de justicia. No hay un concepto preestablecido, hay una ponderación de la realidad que se puede traducir en futuros ciudadanos informados que exijan mejores condiciones de vida, agua suficiente y saludable, trabajo bien remunerado para no sólo sobrevivir, alimentos sin transgénicos, tierras fértiles, ciudades habitables, sustentables.

De repente, parece que se plantea un cuento de hadas. ¿Cómo hacer eso en unas escuelas verticales, autoritarias o ausentes? ¿Cómo promover el diálogo con los programas vigentes? ¿Cómo hacerle si sólo existen en el currículo la asignatura de Formación Cívica y Ética para poder hacerlo? ¿Qué tanto chocan los propósitos de esta asignatura con la estructura organizacional de la escuela, con la cultura institucional y con las inercias de algunos maestros, directivos y padres de familia?

Si esperamos a que ese escenario se corrija mágicamente, seguiremos, quién sabe cuántos años más, esperando algo que no va a cambiar. Los maestros de Formación Cívica y Ética tienen la obligación de rescatar del currículum aquellos espacios para empezar a reconvertir la ética, incorporando la dimensión ambiental, de manera que se empiece a pensar en otro mundo. No es a contracorriente, en este caso, es aprovechar el espacio curricular para expandir sus beneficios potenciales.

En el caso de los demás maestros, de secundaria por ejemplo, que impartan otra asignatura, habría que decirles que muchas de las consideraciones expuestas hasta ahora podrán trabajarse de manera transversal u horizontal. La ética, esa bella reflexión sobre los actos morales, es una posibilidad y condición que sólo los humanos tenemos.

Las maestras de preescolar sí lo hacen, al menos me consta de lo que hacían para sensibilizar a mis hijos cuando asistían al CENDI. Había un espacio ambiental y los niños en libertad y con orden interactuaban con el medio, eran parte de él. No era suficiente, pero se puede mejorar. En primaria, el maestro también puede intentar cosas. Lamentablemente los programas y las condiciones laborales, a veces, inhiben cualquier intento, pero algo podemos hacer. Pensemos que como maestros de geografía, biología, historia química o español, por ejemplo, tenemos contenidos en los que se puede incorporar la dimensión ambiental y, en consecuencia, la ética ambiental. No es preciso un espacio curricular específico, basta tener consciencia de lo que está en juego y aprovechar clases de ecosistemas, seres, vivos, guerras, componentes de la atmósfera, redacción de cuentos, ensayos y muchos más para reflexionar, aunque sea a ratos, de la importancia que tiene nuestro papel como seres vivos pensantes a la hora de decidir qué mundo es el que queremos vivir y en el que queremos que vivan las siguientes generaciones, nuestros nietos, bisnietos y los hijos de éstos.

Alfredo Villegas Ortega
Maestro en Educación por la Universidad Pedagógica Nacional y Académico de la Escuela Normal Superior de México.

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