La_sombra_de_un_escritor
LA CLASE

Tema del mes

Francisco Perroni


Gotas de tinta y fragmentos de poeta

En verdad nunca lo imaginas. En ese momento no concibes lo adictivo que resultará el cerrar los ojos y permitir que el liquido fluya por primera vez. El primer acercamiento suele ser fácil. La conoces y te invita a que la pruebes, a que conviertas ese rectángulo de celulosa en el testigo de tus más profundas y complejas necesidades. Es ella quien se presenta y te orilla a hacerlo, a modo de una sublime e inocente invitación que aparentemente no implicará más que un escaso momento de placer, para después darte cuenta de que ya no está, y que muy posiblemente su presencia fue una simple ilusión de la cual fuiste testigo, cómo el espectador de un truco de magia que no acaba de entender dónde es que el acto termina. Cuando abres los ojos y la boca te permite dar esa necesitada bocanada de realidad te das cuenta de lo vulnerable que fuiste, y de que ella ya no está. Ha desaparecido y te encuentras, una vez más, solo, en una habitación fría y con los restos de lo que en primera instancia parecía una actividad poco peligrosa. Incómodamente algo te dice que no hay vuelta atrás.

De vuelta a la realidad tratas de observarte, pero tus ojos no son los mismos, ya no les es posible volver a observar su entorno, al menos no como lo hacían antes de esa primera dosis. En tu escritorio se acumulan pilas de papel arrugado y botes de tinta vacíos. Las sesiones cada ves necesitan ser más largas, y a medida que el tiempo pasa, cada palabra que escribes se vuelve más insignificante que la anterior, al grado que te es imposible conseguir marcar un punto final en cualquiera de tus historias. Palabra tras palabra te sientes más insignificante y menos apto para esta labor. Quién hubiera imaginado que el darle sentido a la tinta sobre el papel se convertiría en una actividad tan particularmente arriesgada.

Al principio fue algo casi mecánico, llegaba y con su presencia eras capaz de plasmar mundos completos en tres renglones. Las palabras fluían en tu mente, era tu mano la que no podía aguantar el ritmo de tus pensamientos, alentando lo que tu alma necesitaba volcar sobre el papel. Era como si una madeja de ideas anidara dentro de tu cabeza, permitiéndote construir los personajes más extraordinarios que alguien jamás hubiera podido desear conocer. Inexplicablemente las historias ahí estaban, en realidad nunca sentiste que tuvieras que crearlas, eras el encargado de materializarlas y traducirlas a nuestro lenguaje. Cometiste la estupidez de creer que era tu cómplice, que estaba de tu lado.

De momento no hay más que desesperación. Ahora el mover las manos representa un acto doloroso por la cantidad de heridas provocadas por el papel, que ahora se cubren de costras y tinta. Aún así aseguras que no son tan dolorosas como la agonía que te provoca pensar en su ausencia. La impotencia se apodera de ti ante el hecho de no poder llamarla. El salir a buscarla tampoco ha funcionado, son innumerables los sitios en los que has tratado de dar con ella. Sientes que ni la casualidad está de tu lado. No importa la intensidad del color de la tinta o qué tan iluminada esté la habitación, tu cabeza permanece oscura. Quizá tus ideas se esconden tras las sombras de los restos de lo que alguna vez fue tu mente, aunque en este momento ni siquiera sientes que te pertenece. O quizá estas ideas simplemente ya no están, y el tiempo que creíste haber invertido en encontrarlas resultó perdido. Volteas a ver la taza de té que permanece intacta desde que fue servida. La acercas a tus labios para dar un sorbo y te es imposible no recordar su perfume aflorado, semejante al de la infusión que ahora descansa fría sobre tus labios. Una vez más recuerdas la cantidad de versos que te atreviste a depositar sobre ella, utilizando su piel como pergamino para escribir con tu aliento poemas que en su momento creíste interminables.

Su partida representa la crisis más profunda que cualquier poeta puede llegar a sufrir, sabes que teniéndola a tu lado no existe verso que desentone o historia irrelevante. No terminas de entender la importancia de su presencia… hasta que se ausenta. Te hace dudar si en verdad eras poeta o simplemente fuiste el medio con el cual se describiría su belleza e inmortalizaría su paso por el mundo. Como un encargado temporal cuya única labor fue explicar la importancia de la luz que irradia y de lo fundamental que resulta su presencia entre nosotros. Una musa tan peligrosamente inspiradora que te hace creer por unos segundos serías capaz de construir monumentos con tus palabras.

Ese es el riesgo, que sin saberlo decidí tomar. Llegué a creer que sería capaz de mantenerla, que sería diferente.

Antes de siquiera saber de su existencia la escritura era algo académicamente cotidiano y poco trascendente. Las palabras sólo servían para definir pensamientos abstractos y para referir a conceptos previamente definidos. Nunca para enamorar, nunca para ilustrar, nunca para sentir. Fue hasta su llegada que las palabras se convirtieron en un aparente cómplice, que me ayudarían a describir la cantidad de sensaciones que experimentaba con el simple hecho de tocarla. Ese es el problema de acercarte a una de ellas, te hacen creer que eres poeta. Al final entiendes que ese tipo de mujeres se alimentan de historias y poesía. Que se con capaces de hacer que cualquier mortal conjugue versos y construya mundos. En realidad no eres especial, ellas son las responsables de que seas capaz de hacerlo. Y así como son ellas las que con su presencia te prestan el don de la palabra, son ellas quienes lo arrebatan, provocando que cualquiera de sus víctimas se aleje totalmente de la inspiración.

En un principio no me di cuenta de lo que representaba su ausencia. Con ese último adiós no comenzó el problema. Se podría decir que aún tenía una cuota de palabras por cubrir. Historias que contaría tras su partida, poemas explicando por qué la quiero a mi lado, relatos que retratarían las múltiples versiones de nuestro inexistente futuro. Pero toda cuota se cubre, y conforme los trazos se convertían en letras, las letras en palabras y las palabras en obras completas, mi mente y mi alma se fueron vaciando. Poco a poco, como el lento deshielamiento tras el fin del invierno, las ideas se fueron escurriendo a través del minúsculo orificio del bolígrafo, hasta quedar vacío. El final fue tan prolongado y suave que tomó 54 semanas en manifestarse plenamente el vacío que su partida había provocado. Irónicamente el primer poema que quedó inconcluso recitaba la forma en la que la vida representa flujo y movimiento, y que el estancamiento en vida es más peligroso que el baile con la muerte. Con este vinieron cientos de poemas más y decenas de relatos en los que el protagonista nunca consiguió rescatar a la doncella, eliminar las amenazas forasteras o salvar al mundo.

No fui la única víctima de su partida, comencé a crear una infinidad de mundos que nunca conocieron su destino, personajes que nunca crecieron y reinos que nunca consiguieron ser liberados. Con el tiempo su ausencia no solo arrastró a mi aislamiento, todos esos mundos, en los que de una u otra forma ella estaba presente comenzaron a recriminar mi ausencia. Se quejaban del abandono y de que los condené en el momento en el que cree conflictos sin haber encontrado cómo solucionarlos. De qué forma les explico que yo me encuentro en la misma situación, cómo les hago entender que me es imposible definir sus destinos cuando el mío lo
veo paralizado por la ausencia de aquella que alguna vez estuvo.

Ahora poco me queda. Mis manos no soportan el frío que sostener el bolígrafo provoca. El papel corta mis dedos tan afilada y delicadamente como lo hicieron sus palabras al anunciar su despedida. Litros de tinta descansan sobre mi escritorio, cristalizándose al presenciar la incapacidad de quien se supone debe entregarles un sentido y darles vida. Es incontable la cantidad de velas que han visto cómo me consumo frente al papel, paralizado e impotente ante el no poder continuar viejas historias. Pareciera que mi silla se ha encargado de dejarme inmóvil, no consigo despegar mis brazos de ella, el dolor de la espalda se vuelve insignificante en el momento en el que pienso en ella. Llevo ocho horas sentado en esta silla, si el papel se ha humedecido es por lágrimas ocasionales que consiguen resbalar desde mi rostro hasta llegar a tocarlo, es mayor la cantidad de gotas de sal que de tinta las que el papel ha recibido.

Uno se adentra y prueba la delicia de la escritura sin siquiera imaginar el arma de doble filo que el atreverse a sentir sobre el papel conlleva. No la culpo a ella por inspirarme a inscribir mis primeras líneas, la responsabilidad cayó en mí en el momento en el que me creí infalible. Si bien son sus ojos los que terminan por convencerte de que lo hagas, es su sonrisa al escuchar lo que has escrito lo que te invita a continuar. Sigues escribiendo hasta que se convierte en algo necesario. Al principio lo haces por la simple idea de volver a verla sonreír. “Sonríe, por favor déjame volver a provocar, con mis letras, el que tus labios iluminen este mundo aún más de lo que tu presencia lo hace. Que sea ese arco el que abra paso a la mañana y que de vida a mis días…” Y continuas. Escribes tanto que ni siquiera tienes tiempo de mostrárselo todo, tienes que empezar a juzgar tus propias obras, apostarle a un par de ellas para ver si consigues la reacción anhelada.

El problema no viene cuando ella sonríe, por supuesto que no. El problema se manifiesta en el momento en el que la luz de tu vida depende de ello. Cuando la aprobación de esa último gesto delimita tu próximo amanecer. Es por eso que su ausencia consiguió provocar el frío más profundo y escalofriante que he experimentado. Por esto la tinta se convierte en un líquido más sobre mi estante, el papel se convierte en un artilugio que solo lastima mis manos. Dediqué mis palabras a sus sonrisas, y dediqué mi vida a mis palabras. Terminé dedicándole mi vida a ella.

No me atrevo a hablar como escritor, ya que en estos momentos de todas las cosas que podrían llegar a considerarme, es la última de ellas. Hablo como alguien que no supo regular su acercamiento al arte. Hablo como un adicto a las palabras que te ruega jamás perder de vista tus propios mundos, porque te pierdes de vista a ti mismo. En esos universos que creas gracias a esa musa es que yo me perdí, creé el laberinto más grande y complejo que alguien jamás podría llegar a concebir; el laberinto de mis pensamientos y de mis propias historias inconclusas. Até mi inspiración a su reconocimiento. Es por eso que no sólo me despedí de una mujer al ver partir a mi musa. Vi partir cualquier posibilidad de inspiración que en mi vida pudiera llegar a concebir al ver su espalda alejarse. Dentro del estético vaivén de su vestido se refugiaba el futuro de caballeros errantes y mundos incompletos. Traicioné mis propias creaciones con el fin de mantenerla a mi lado, dejando que los fragmentos restantes de lo que yo me terminaría por convertir se alejaran con ella. Esa noche perdí a dos personas; a ella y a la persona en la que me pude haber convertido…

Francisco Perroni
Estudiante de la Facultad de Comunicación de la Universidad Anáhuac

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