Alfredo Villegas Ortega
Yo creo firmemente que el respeto a la diversidad es un pilar fundamental en la erradicación del racismo, la xenofobia y la intolerancia
Rigoberta Menchú
¿México? De aridoamérica a Mesoamérica hay un gran trecho. De Monterrey a Oaxaca otro tanto. Ni qué decir de las costas del pacífico respecto a la sierra madre oriental o a las yermas tierras del Mezquital.
Hablamos siempre de nuestros grandes recursos, de nuestra gran gente, de nuestras grandes tradiciones, y muchas veces parecemos ignorar que hay un contraste enorme, que no todo lo que brilla es oro y que no a todos los habitantes de este país nos ha tocado la misma historia, ni la misma consideración social, simplemente, por pertenecer a una u otra etnia, a uno u otro estado, por tener la piel de uno u otro color, por creer en una u otra religión, por tener una orientación sexual diferente, por tener una adicción no legalizada o por preferir cierto tipo de música, pintura, recreación, cultura. ¿Pasa en todo el mundo? Seguramente,, pero nos interesa México porque es el país en el que vivimos y practicamos o sufrimos la exclusión, la discriminación.
México es diverso. México es injusto. México es grande, pero no para todos. Los artículos constitucionales que consagran nuestros derechos son letra muerta a la hora de ver las condiciones en las que viven muchos grupos indígenas. El derecho al trabajo, a la vivienda y a la educación son una falacia cuando observamos las penosas condiciones laborales y salariales de miles de obreros; los precarios e insalubres lugares en los que habitan; la realidad latente que excluye de la escuela a niños y jóvenes que deben trabajar para sobrevivir en la jungla urbana o en el campo abandonado.
Los derechos humanos, la enorme lucha de la humanidad por conquistarlos, parecen un ofensivo discurso cuando, a diario, se violentan los más elementales de la parte más vulnerable de ese todo diverso que compone México, de esos, muchos ‘Méxicos’.
En la escuela debemos educar en y para la diversidad. La diversidad implica reconocerse en el otro, ver lo diferente como propio, como algo que me enriquece y da sentido. No somos ladrillos en la pared (Roger Waters dixit), ni batallones obedientes, ni especies diferentes en la selva que luchan por sobrevivir. Somos seres humanos, antes que cualquier otra categoría o construcción social, antes, inclusive que personas, que es una categoría jurídica. Somos y estamos más allá de las consideraciones nacionales, sobre todo cuando éstas son aberrantes. Tenemos una condición ciudadana, sí, muy importante, sí, que hay que recuperar ya, sí, ahora, sí, pero antes que eso, aunque suene contradictorio, debemos recuperar la condición humana, y ambas son tareas de todos, desde la casa y la escuela. De los medios ya ni hablo, su lucro riñe con cualquier consideración.
Desde 1999 apareció la asignatura de Formación Cívica y Ética en secundarias y se creó la licenciatura correspondiente en la Escuela Normal Superior de México. Muchos de sus contenidos y de sus propósitos se encaminaban a la formación de un ciudadano diferente al que tradicionalmente se había educado con el civismo o la educación cívica. En éstas se privilegiaba el respeto a la ley, la funcionalidad, el orden, los derechos. Estaba bien, sigue siendo necesario todo eso, pero faltaba una dimensión humana, en la que el individuo empezara a reconocerse como un ser humano. Es ahí donde aparece la dimensión ética.
Con la incorporación de la reflexión ética, para promover un ejercicio moral libre y responsable, aparecen campos hasta entonces vedados en la educación secundaria, en la educación básica. Tolerancia, equidad, derechos humanos, libertad, responsabilidad, cultura de la prevención, sexualidad, adicciones, medio ambiente, participación ciudadana, discriminación, justicia y, sí, también cultura de la diversidad empezaron a ser parte de la nueva concepción escolar. La formación cívica y ética, por mucho, era y es una concepción más amplia que la arcaica visión cívica con la que fuimos educados muchos.
No obstante, el problema parece que no se resolvió sino que, incluso, se agravó. Muchas escuelas mexicanas, públicas y privadas, son recintos en los que impera la violencia, el racismo, la exclusión, la descalificación, e incluso hasta el narcomenudeo. ¿Qué clase de México somos? ¿En qué fallamos los maestros? ¿En qué las autoridades? ¿En que los padres de familia? ¿Vivimos en un estadio democrático? ¿En un estado de derecho? ¿Fallaron los nuevos programas? ¿La formación de los maestros?
En el caso de los programas, fallaron porque nunca se consideró la escuela toda, como un recinto ético de y para todos, no sólo desde los derechos sino desde las obligaciones, la suma de acuerdos, el respeto a uno mismo y a todos los integrantes. Fallaron porque afuera de la escuela, los fantasmas de la miseria, la injusticia y la brutal desigualdad siguen acechando. Faltó, además, sigue faltando, la visión de una escuela en la que se comparte, se dialoga, se distribuye, se participa. En esa escuela, en esa sociedad, el diferente soy yo. Yo soy los demás. Falta mucho por hacer y, me temo, debemos empezar antes que por la reforma a planes y programas – que es cierto, están muchos para el cazo-, por preguntarnos ¿qué tipo de escuela queremos?, ¿qué tipo de mexicano habrá de salir de ellas? , ¿qué ciudadanos y, sobre todo, qué seres humanos, queremos que caminen por donde quieran caminar? No hay una filosofía de la educación hoy, en los hechos, ni en el discurso del secretario de educación, que nos pueda animar. Debemos luchar contra esa visión chata y funcional que ve a la escuela como promotora de seres dóciles y funcionales en una sociedad para que nada cambie. Perdón maestro Parménides.
Muchas veces he señalado que la escuela por sí misma no puede refundar la sociedad. Hay estructuras – oh Carlos Marx, cuánta razón tenías- que habría que desmontar y transformar, primero, para acceder a otro mundo, otra sociedad, otra escuela. Un mundo en el que quepa la dignidad, la equidad, la solidaridad. Un mundo, un México, en el que todos tengamos boletos y oportunidades para educarnos, vivir, sentir, respirar.
No obstante, a pesar de todo, con una visión a lo mejor un poco utópica, debemos encauzar nuestras tareas para hacer de nuestra escuela un lugar en el que la diversidad sea sinónimo de democracia, respeto, identidad, tolerancia. Algo habremos de lograr, en tanto en otros terrenos luchemos brazo a brazo por desmontar este teatro, esta miseria en la que nos han sumido durante décadas los rapaces gobernantes que tenemos. Recuperar la ciudadanía y llegar, claro que sí, a la humanización tal cual. A muchos ni siquiera les han presentado a una ni a otra. Ni han sido ciudadanos de nada, y han sido despojados de la más mínima consideración humana: les han arrebatado su dignidad.
Hasta hoy, de mala manera, en diversos lados, hemos aprendido a odiar al diferente, a descalificar al que se atreve a otra cosa, a denunciar al ‘peligroso’, a excluir al disidente. Enseñemos desde la escuela, desde la familia, que sólo valemos en la medida que podemos apreciar en la diversidad la fuente fundadora de una real identidad humana.
Alfredo Villegas Ortega
Maestro en Educación por la Universidad Pedagógica Nacional y Académico de la Escuela Normal Superior de México.
Felicitaciones, tiene ese don, su narrativa envuelve, conmueve y más lo importante nos hace realizar una profunda reflexión.
Felicitaciones, tiene ese don, su narrativa envuelve, conmueve y lo más importante nos hace realizar una profunda reflexión.
Artículos como este, son los que nos recuerdan el no dejar a un lado la formación humana y no solo enfocarnos en formadores académicos. Como docente recuperar en nuestros padres de familia el amor por México y a nuestros alumnos transmitirlo para que ellos lo hagan.
MIRIAM, EL AMOR POR LOS MEXICANOS, INCLUSO NUESTRO AMOR PROPIO