Joel Ortega Juárez
Sobran los motivos para tener ira por lo que se vive día con día. También es creciente el número de iracundos en el mundo y en México. Cada vez menos, es cierto aquello de que somos un pueblo agachado. Hoy son más visibles las acciones de rechazo a los gobiernos e incluso al mismo Estado; a pesar de que muchos disidentes sean fervientes admiradores del estatismo nacionalista, es una de tantas paradojas, quizá la más esquizoide.
Curiosamente quienes ven y viven cada acontecimiento de lucha como el punto crítico revolucionario son también los que sufren depresiones tremendas ante los finales de esos ciclos o movimientos. Casi de manera permanente los desenlaces no culminan en victorias y entonces se buscan las más increíbles explicaciones.
Prevalece en muchos una cierta cultura de la derrota. Un ánimo que enaltece el martirio como signo de identidad de los movimientos.
Existe una especie de disidencia cristiana o religiosa que se auto considera como depositaria de todas las virtudes: dignidad, patriotismo, honestidad, valentía, pasión por la justicia, defensora de la libertad, enemiga de la oligarquía y sus testaferros y demás rasgos apostólicos.
Al mismo tiempo considera a cualquiera que no comparta puntualmente sus opiniones como traidor, oportunista, imbécil, manipulable, vendido, corrupto, deshonesto, cobarde, aliado del imperialismo y para algunos hasta agente sionista.
Nunca importa demostrar tal o cuál acusación, es suficiente con que se diga por ciertos líderes morales o voceros del pueblo, aunque muchas veces se “dispensen” a personajes de biografías muy oscuras y hasta vinculadas a los peores episodios de la vida política. De un día a otro antiguos demonios son santificados.
Cualquier actividad política que pretenda construirse mediante la división de la sociedad en buenos y malos empieza y culmina promoviendo la intolerancia y la persecución.
La historia está llena de ejemplos de las consecuencias de ese tipo de política fundamentalista. Casi siempre termina en tragedia social y a quienes más perjudica es a los condenados de la tierra.
Con esa visión binaria, no es difícil cometer equivocaciones.
La denuncia de una política restauradora con el regreso del PRI a la Presidencia podría tener cierto tufo de esa visión apocalíptica, dado que habían ocurrido cambios en varios aspectos del sistema político mexicano. El argumento más sólido contra una restauración es la existencia de un pluralismo en los gobiernos y los congresos federales y locales, además de una libertad de expresión inexistente durante el autoritarismo.
Infortunadamente se han dado muchos fenómenos típicos del antiguo régimen.
Ahora mismo estamos en presencia del viejo presidencialismo, con la designación de una especie de virrey en Michoacán, sin siquiera haber tenido que recurrir al expediente de la “desaparición de poderes”. Eso, sumado a la ocupación militar de Michoacán, no resolverá la tremenda descomposición social y la violencia creciente y delirante.
El peor de los escenarios está ocurriendo a un año del gobierno de Peña Nieto.
No basta repudiar su figura y caricaturizarlo, sino que se requiere pensar una salida.
Joel Ortega Juárez
Economista y pensador social