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América Latina: identidad y diversidad cultural. El aporte de las universidades al proceso integracionista

Resumen

En este artículo se analiza el proceso de formación de la nacionalidad latinoamericana, así como las pistas que ayuden a descubrir las características de nuestra identidad, reconociendo el mestizaje como definitorio de nuestro ser y quehacer como latinoamericanos. Se advierten las potencialidades que se desprenden de la riqueza que significa la diversidad étnica y cultural de la región. La integración de América Latina es vista como un reto que nuestros pueblos deben asumir, partiendo de una concepción que supere la visión puramente economicista y se afirme en la dimensión humana y solidaria. Finalmente se examinan las tareas que las universidades deberían asumir para contribuir a hacer realidad ese desafío, tales como auspiciar estudios e investigaciones interdisciplinarias sobre las posibilidades de diseñar un proyecto latinoamericano de Desarrollo Humano, Endógeno y Sostenible, además de contribuir a crear una conciencia integracionista y establecer institutos de estudios latinoamericanos, entre otros aspectos.

Ensayo

El concepto de Nación fue acuñado en Europa. En sus orígenes, esto es en los primeros siglos de la Edad Media, careció de connotaciones políticas y más bien aludía al origen de las personas y los pueblos. Se hablaba así de la “nación inglesa”, de la “nación francesa”, etc.

La escisión de la Cristiandad hacia el Siglo XVI por efecto de la Reforma protestante, más la crisis de los poderes imperiales, desembocó en el surgimiento en una serie de “naciones”, esta vez vinculadas políticamente a centros de poder encarnados en los príncipes. Más tarde, y por obra de la Revolución francesa, surge el concepto de soberanía nacional asumida por el propio pueblo frente a la soberanía de los reyes. La colectividad nacional soberana es desde entonces identificada con la universalidad de los ciudadanos.

Como puede verse, el surgimiento del “Estado-Nación” fue en Europa el producto de un largo y lento proceso histórico, en el cual el Estado, entidad jurídica, se ajustó a la Nación, fenómeno de carácter socio-cultural. En cambio, en nuestro continente, las Naciones surgieron como consecuencia de la acción de los próceres y caudillos de la Independencia. Algunos “estados-naciones”, como Bolivia, por ejemplo, fueron el producto de la voluntad de un líder (en este caso, del propio Libertador Simón Bolívar) o del fraccionamiento provocado por los localismos (Sarmiento decía que en Centroamérica hicimos una República de cada aldea).

Pero mientras en Europa el Estado se acopló a la Nación, en América Latina el Estado se creó antes que la Nación estuviera plenamente forjada. Y esto no sólo es válido en relación con nuestros “estados-naciones”, sino también en relación con la llamada “nacionalidad latinoamericana”, que en todo caso es un concepto en proceso de formación.

No debe, entonces, extrañarnos que haya quienes se pregunten si América Latina es un mito o una realidad. ¿Tienen validez los análisis y las afirmaciones de carácter global, referidas a una región donde abundan las diversidades y contrastes?

La expresión América Latina comprende una realidad sumamente compleja, donde se dan casi por igual las diversidades y similitudes. De ahí que si se pone el acento en las diferencias y regionalismos, es posible negar la existencia de América Latina y de la unidad esencial que brota de su misma diversidad. Si seguimos esa línea, se llega a afirmar que no existe una América Latina, sino tantas como países o subregiones la componen, por lo que cualquier pretensión de reducirla a una sola entidad no es más que aceptar, a sabiendas, un mito o una ficción.

Nuestro continente ni siquiera ha sido conocido con el mismo nombre en el decurso de su historia. Sus distintas denominaciones han respondido más a las aspiraciones de las potencias que siempre codiciaron más sus tierras y riquezas que las suyas propias. “Las Indias”, designación popular en el siglo XVI, debe su existencia, nos recuerda John L. Phelan, al sueño de Colón de llegar al Asia de Marco Polo. En el pensamiento del historiador franciscano Gerónimo de Mendieta, el otro nombre para las Indias en el siglo XVI, el Nuevo Mundo, tenía sus connotaciones bastantes precisas. Para Mendieta y algunos de sus colegas misioneros, América era sin duda un “nuevo mundo” en el cual la cristiandad del viejo mundo podía ser perfeccionada entre indios sencillos e inocentes. Como se sabe, el término América no llegó a ser común sino hasta el siglo XVII. La acuñación de este nuevo nombre, por gentes no hispánicas de Europa, fue un desafío al monopolio español de las tierras y las riquezas del Nuevo Mundo.

En cuanto a la expresión “L’Amérique latine”, ésta no fue creada de la nada. “Latinoamérica” fue concebida en Francia durante la década de 1860, como un programa de acción para incorporar el papel y las aspiraciones de Francia hacia la población hispánica del Nuevo Mundo.

Una de las denominaciones, América, le ha sido arrebatada por los Estados Unidos, no obstante que le correspondía con mayor propiedad. “Para franceses e ingleses del siglo XVIII, dice Arturo Uslar Pietri, Benjamín Franklin era el americano y en cambio un hombre como Francisco de Miranda, que podría encarnar con mejores títulos la realidad del nuevo mundo, era un criollo, un habitante de la Tierra Firme, o un exótico indiano”… A su vez, la expresión Hispanoamericana, nos trae reminiscencias del antiguo imperio español. El concepto de “hispanidad” fue promovido por intelectuales de la España franquista.

El término América Latina merece consideración especial, desde luego que es hoy día el más utilizado. Vimos antes que su origen se halla ligado a la expansión capitalista de Francia: fue acuñado por los teóricos del Segundo Imperio de Napoleón III para justificar las intenciones de Francia de servirse de las materias primas y mercados de una región cuya “latinidad” se consideraba suficiente título para reservar a Francia, y no a las potencias anglosajonas, sus posibilidades neocoloniales.

Aunque el término haya sido inventado por otros, a los latinoamericanos nos corresponde “inventar” su contenido y darle nuestra propia significación. Si la intención de quienes lo crearon fue subrayar nuestra dependencia y definirla como zona neocolonial del continente, nuestro desafío consiste en utilizar el concepto como expresión de un nuevo nacionalismo que venga a fortalecer la unidad de nuestros pueblos.

Al proponernos esta tarea, no haríamos sino retomar los ideales que inspiraron a nuestros próceres, para quienes la idea de americanidad precedía a la de los particularismos nacionalistas. Jamás existió entre nosotros una conciencia más profunda de unidad que en la época de la Independencia. Bolívar nunca pensó que su misión era liberar únicamente a Venezuela o a la antigua Nueva Granada. “Para nosotros, había dicho, la Patria es América”. Y es Bolívar quien mejor encarna esa conciencia a través de su incomparable gesta libertadora y de su malogrado sueño de la Liga o Confederación Americana. Desafortunadamente, prevalecieron los separatismos, inspirados por las clases dominantes, que jamás vieron con simpatía el grandioso proyecto de Bolívar. La ideología democrática y liberal que lo inspiraba era contraria a los intereses de las oligarquías criollas, más preocupadas en conservar sus privilegios locales.

A pesar de más de siglo y medio que llevan nuestros países en ensayar, aislados los unos de los otros, su propia vida independiente, la Nación latinoamericana, “subyacente en la raíz de nuestros Estados Modernos, persiste como fuerza vital y realidad profunda”. Aun reconociendo las diferencias, a veces abismales, que se dan entre nuestros países, no cabe hoy día negar la existencia de América Latina como entidad ni las posibilidades que encierra su unidad esencial. Tampoco es válido aceptar su existencia como simple ficción.

Por el lado del futuro es donde más cabe afirmar su identidad y unidad, en lo que éste tiene de promisorio para una región en busca de un destino común. Este es el criterio de quienes como Darcy Ribeiro han examinado, desde distintos ángulos, las posibilidades de una América Latina integrada o integrable: “Latinoamérica, afirma Ribeiro, más que una entidad sociocultural diferenciada y congruente, es una vocación, una promesa. Lo que le confiere identidad es fundamentalmente el hecho de ser el producto —tal como se presenta actualmente— de un proceso común de formación que está en curso y que puede, eventualmente, conducir a un congraciamiento futuro de las naciones latinoamericanas en una entidad sociopolítica integrada”.

El hecho de que nuestra unidad se afinque más en el futuro que en el pasado, no significa desdén por nuestra historia ni adhesión a la actitud de querer vivir en el futuro y no en el presente. En realidad, sólo apoyándonos en nuestro pasado, sin negarlo sea cual fuere, es que podremos construir nuestro futuro con los materiales del presente. Construirlo día a día, no simplemente esperarlo. Negar el pasado es como negarnos a nosotros mismos. Sin él dejamos de ser lo que realmente somos, sin llegar a ser tampoco algo distinto.

La construcción de nuestro futuro tiene como condición sine qua non un compromiso de autenticidad, en el sentido de que debemos hacer frente a tan extraordinaria empresa partiendo de nosotros mismos: lo que hemos sido, lo que somos y lo que podemos ser, gracias a los esfuerzos de nuestros propios pueblos. Es el ideal de autenticidad, de que nos habla Francisco Miró Quesada, y que comenzó a prender en la conciencia de los latinoamericanos, al comprobar el carácter inauténtico de nuestra cultura: “Al darse cuenta de que no es auténtico, el latinoamericano quiere ser auténtico, al comprender que su mundo es una mera copia comprende también que jamás podría resignarse a vivir en él y decide transformarlo en un mundo real y verdadero, capaz de crear de acuerdo con sus propias pautas y sus propios valores”. Sólo así podrá encontrar su propio destino, que es la plenitud del hombre: “la autenticidad de América Latina consiste en el reconocimiento humano, en la liberación. Este proceso entrañará la originalidad creadora, la verdad cultural en todos los campos”… “Al afirmar su propio ser, al reconocer el valor de su humanidad por el sólo hecho de poseer la condición humana, América Latina descubre su realidad profunda”.

Afirmándonos en nosotros mismos es como podemos llegar a ser auténticos y transformar la denominación que en un principio sirvió para diferenciarnos y atribuirnos el carácter de colonizables, de sub-hombres, en la fuerza misma de nuestra unidad y de nuestra liberación. Es partiendo de las esencias de nuestra nacionalidad latinoamericana como podremos dar forma a nuestra propia realidad y vencer los obstáculos que se oponen a la estructuración de nuestro proyecto histórico.

Para afirmarnos en nosotros mismos tenemos que comenzar por conocernos. ¿Qué somos en realidad? ¿Cuáles son las características que configuran el perfil particular de nuestro pueblo y de nuestro continente? Somos por excelencia un continente mestizo. Y es que sin negar los distintos componentes étnicos y las diferencias culturales que se dan entre las distintas regiones, el hecho es que, como dice Jacques Lambert, “la América Latina se ha convertido en la tierra del mestizaje”. Ese es el rasgo más característico de su composición étnica. ¿Qué queremos decir por “mestizo”?, se pregunta Maradiaga. “¿Mezclado de sangre?”. Desde luego, así, en general; pero también algo menos y algo más. Algo menos porque no es menester que Pérez o Fernández tenga sangre india para que sea mestizo; basta que viva en el ambiente hispanoamericano o indiohispano que condiciona su ser físico y moral. Y algo más, porque la mesticidad de Hispanoamérica es en último término fruto de un injerto del tronco-ramaje español en el tronco-raigambre indio; de modo que el español no arraiga en la tierra americana más que a través del indio”.

“No somos europeos… no somos indios… Somos un pequeño género humano”, decía Simón Bolívar. “Poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y ciencias aunque, en cierto modo, viejo en los usos de la sociedad civil”. Ese “pequeño género humano” de que hablaba Bolívar es en realidad la raza mestiza, aunque mucho tiempo debía transcurrir antes de que los latinoamericanos nos reconociéramos como tales y más aún para que comprendiéramos las potencialidades creadoras del proceso de mestizaje y lo transformáramos en motivo de legítimo orgullo.

Es necesario, sin embargo, precaverse de transformar el reconocimiento de las potencialidades del mestizaje en otra forma sutil de racismo, dirigido esta vez contra nuestras masas indígenas. Tampoco suponer que el mestizaje conduciría a la supresión de las desigualdades, a la homogeneización social, y a la integración nacional de América Latina. Esto sería atribuirle virtudes que no posee, desde luego que la simple aceptación del mestizaje biológico o cultural no cambia las estructuras sociales vigentes.

La revalorización de las culturas indígenas y la plena incorporación de las comunidades aborígenes a la Nación es otro de los retos que enfrentamos los latinoamericanos. Recordemos el apóstrofe de José Martí: “¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan porque llevan delantal indio, de la madre que los crió!”… “¡Estos hijos de nuestra América, que ha de salvarse con sus indios!”… ¿En qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas de América, levantadas entre las masas de indios, al ruido de la pelea del libro con el cirial, sobre los brazos sangrientos de un centenar de apóstoles?”.

Cabe señalar que hay momentos en nuestra historia en que el sentimiento latinoamericano se hace sentir con mayor vehemencia. Son los momentos en que América Latina se afirma frente a la agresión exterior. Entonces, más que nunca, es evidente que América Latina es una realidad innegable.

En marzo del año 1999, reunidos en Cartagena de Indias (Colombia) casi un centenar de intelectuales latinoamericanos, llegamos a la conclusión que la construcción de América Latina “más que una simple sumatoria de mercados, debería ser un verdadero proyecto político de profunda raíz democrática, que promueva la solidaridad entre nuestros pueblos, se asiente sobre sus propios valores y reconozca la realidad de su contexto pluriétnico y pluricultural”.

América Latina es, por definición, tierra de mestizaje, de encuentro de pueblos y culturas. Ese es su signo y su esperanza, su verdadero capital humano y cultural. “Nuestra América mestiza”, decía José Martí. La raza a través de la cual “hablará el espíritu”, según el lema vasconceliano. El poeta caribeño Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura de 1992, dice en uno de sus extraordinarios poemas:

“Sólo soy un negro rojo que ama el mar
…tengo holandés, negro e inglés dentro de mí,
y o no soy nadie o soy una nación”…

El mestizaje es lo que define nuestro ser y quehacer como latinoamericanos. Define nuestra personalidad y, a la vez, define nuestras posibilidades como pueblos, nuestra originalidad y poder creador. Nuestro presente y nuestro futuro están construidos sobre la base del mestizaje.

Nos corresponde reivindicar entonces la riqueza del mestizaje étnico y cultural. Somos los precursores de lo que un día será la humanidad: una humanidad mestiza y, por lo mismo, verdaderamente universal. “Soy un mestizo, proclamaba Luis Cardoza y Aragón, tengo mi lugar. Un lugar entre Apolo y Coathicue. Soy real, me fundo en dos mitos”.

Un doble reto se presenta ante nosotros: robustecer nuestra identidad, de raíz profundamente mestiza, y a la vez, incorporarnos en un contexto internacional donde la globalización y las economías abiertas están a la orden del día, con su tendencia hacia la homogeneización cultural.

28De ahí que el tema de la unidad y diversidad cultural adquiera singular relevancia en la agenda internacional. Alguien ha dicho que “la diversidad cultural es a la historia y a la política, lo que la biodiversidad es a la naturaleza”.

La “Declaración de Oaxaca”, adoptada en el Seminario Internacional sobre “Educación, Trabajo y Pluralismo Cultural”, que bajo los auspicios de la UNESCO tuvo lugar en Oaxaca en mayo de 1993, dice que “La reafirmación de la diversidad y la consolidación de las identidades culturales son baluartes frente al peligro de una sociedad tecnológica que sucumba por su impotencia de realizar la democracia a la que aspira la humanidad, por incapacidad de crear instrumentos eficaces para avanzar hacia un desarrollo que ponga al ser humano y sus valores en el centro de sus preocupaciones. Identidades, en suma, que impulsen la historia, que no sean herencias congeladas, sino síntesis vivas, en constante movimiento, que se alimenten de las diversidades de su interior y reciban y reelaboren los aportes que les lleguen del exterior. Un espacio planetario requiere de valores comunes que se articulen con las especificidades de naciones, etnias y regiones”.

Para aproximarnos al tema de la unidad y diversidad cultural, conviene partir del concepto de cultura.

En 1982, la “Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales” convocada por la UNESCO, adoptó la “Declaración de México”, en la cual se incluye una definición de cultura que mereció aceptación universal. Según dicha Declaración, cultura es el conjunto de los rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan una sociedad o un grupo social. Ella engloba, además de las artes y las letras, los modos de vida, los derechos fundamentales al ser humano, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias”

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