Alfredo Gabriel Páramo
Mi abuelito paterno, don Alfredo Páramo Castro, fue uno de esos personajes tan característicos del siglo XX mexicano. Nacido en un entorno rural, casi toda su vida adulta vivió en la ciudad y se adaptó casi totalmente a ese entorno. Digo casi, porque como yo lo recuerdo, ese hombre siempre vestido impecablemente de traje, sombrero de fieltro y bastón, conservaba algunas costumbres de su vida de charro y ranchero.
Quizá, la principal de esas características campiranas era su afición a los dichos que le servían para puntualizar lo que le parecían verdades incontrovertibles. Entre ellos estaba: desde que se inventaron las excusas, se acabaron los tarugos.
Mientras leo y miro las intervenciones de la clase política de este país cuando trata de explicar lo razonable que resulta que empresas canadienses realicen minería salvaje en nuestro país o que inversionistas privados exploten el petróleo, me parece ver nuevamente a ese hombre de brillantes ojos verdes repetir, malhumorado, el dicho.
Porque, incluso con la mejor de las voluntades, es claro que no hay información, no hay argumentos, no hay contenido. Solo hay excusas. Muchas excusas. Que si el país no tiene dinero, que si necesitamos inversionistas, que si en otros países se hace así, que si, que si.
No nos explican la razón de que en décadas no se hayan realizado esas inversiones, no nos dan cuenta de cómo se comercializan los minerales o el petróleo ni por qué otros países lo hacen de manera exitosa y nosotros no.
Los diferentes niveles de gobierno de nuestro país, desde los más elementales hasta los más grandes, son buenísimos para explicarnos lo que los demás hicieron mal, para quejarse de las condiciones del mundo que golpean a México, para pedir a los ciudadanos que nos sacrifiquemos un poco más.
Para finalizar, una pequeña estampa nacional.
En una concurrida estación de un sistema de transporte público de una muy importante ciudad de nuestro país no importa, en realidad, el lugar exacto; esto pasa todos los días en toda la nación policías gritones y desordenados obligan a obreros, secretarias, estudiantes y, en general, a todo aspirante a pasajero con cara de gente decente, a pasar por un arco detector mal calibrado, siempre suena y que pasen sus mochilas y bolsas por un escáner. En ese mismo momento, un grupo de 10 vándalos, gritones, coléricos, apestosos a alcohol, exigen y logran ingresar; además, no les cobran los boletos.
Preguntamos al policía y se excusa: es que tenemos instrucciones de evitar confrontaciones.
Alfredo Gabriel Páramo
Profesor, periodista, escritor.
Twitter @lavacadiablo
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